Ya pasó. Ya pasaron. Sí, las barbacoas del Carranza.
Tenía yo un sinvivir, un desasosiego, un ay de ayes en la boca, un agobio la mar de grande, miren ustedes.Ya pasaron, consuscastis toas.
Me temía lo peor este año, la hecatombe, el caos absoluto, los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. Y el sueño no me lo ha robado un maromo chirigotero (válgame), sino una pesadilla recurrente en la que me pierdo en un laberinto de sofases viejos y parcelitas hasta con televisión.
¿Se acuerdan que hasta salimos en la prensa nacional? El arte de Cai. La mugre en la arena.
No estoy en contra de que la gente se lo pase bien. Era bonito que las familias celebrasen el evento futbolero más entrañable asando sardinas y brindando por el Trofeo, por la victoria (si es que la había), o por el fin del verano, con rebequita y en la playa.
De eso, del acontecimiento familiar, yo, y me van a perdonar, no me acuerdo. Mis recuerdos son distintos, muy distintos. Y a lo mejor es que soy una derrotista, y una “malaje”, y una siesa, pero nunca me he divertido a tope en las barbacoas, o en las “bebecoas” (que así terminamos por llamarlas en los últimos coletazos de mi adolescencia, aunque comiéramos tres pinchitos y dos salchichas).
He ido año tras año. Muchos. Demasiados. Toda mi mocedad y mis años universitarios. En edad de ligue, y luego, con novio formal. Y me he perdido, casi todos los años, por despiste, por no llevar lentillas y por exceso de tinto con limón y otros conjuros malignos.
En las barbacoas he cantado con guitarra, me he dado el lote, he ido a buscar a Mari, que no se sabe dónde está ni con quién. Un año, me robaron la chaqueta y con ella, las llaves de la moto. Y sí, esperé el primer autobús, muerta de frío (sí, casi siempre en la playa, saltaba el ponientazo), y de sueño, y de hambre por efecto de los cubatas…
Así que ya ven. Lo sé, porque lo he vivido. E insisto en mi respeto para aquellos que disfruten como si no hubiera un mañana. También intento comprender a las hordas de jóvenes (y no tan jóvenes) que vienen, ansiosos de fiestorro desenfrenado, desde cualquier punto de Andalucía y más allá. Qué flojera.
Y es que una siempre ha sido más comodona, y más de garito con música, que de noches salitrosas a la intemperie, cogiendo humedad. Tiendo más a la playa diurna, o hasta las nueve de la noche, después de echar el día entero.
Pero de todas formas, he ido, año tras año, con sumisión, acatando órdenes: quilla, no te lo puedes perder. Y no me lo perdía, hasta que llegó el momento en que tomé la decisión más radical de mi vida. Con la lengua trapajosa le espeté a mi amiga Celia, que la menda, no iría nunca más.
A salir del armario antibarbacoero me impulsó la imagen de cientos de tíos y tías meando y vomitando en la orilla, en fila, y al unísono, sin pudor. La basura amontonada y las gaviotas rebuscando, al alba, entre los plásticos llenos de inmundicia. El olor intenso a quién sabe qué. El agua quieta, resignada. El horizonte precioso y de un azul, que para ser tan temprano, me hacía sentir todavía más culpable.
Vale, surgió la vena melodramática. Y me acordé de mi abuelo, y de mi padre. Y de los cangrejos moros. Y de los veranos de mi infancia. Y de los juegos con los primos en la orilla. La misma orilla que ahora no podía reconocer. La pregunta clave fue: ¿qué carajo, con perdón, hago yo aquí?
Por eso, ahora que ya pasó, respiro. Porque no ha llegado la sangre al río, ni los meados al mar, ¿o sí? No lo sé. Ni lo voy a comprobar. Yo no vuelvo. DIARIO Bahía de Cádiz Rosario Troncoso