Despertar pequeño y solo. Quizás, en un hospital cualquiera. Con la memoria parpadeante como las luces de neón de los pasillos. Las que quedan intactas.
Arrancar los ríos secos de las manos. Vencer la incertidumbre. Caminar, a través del silencio ciego y espeso. Y salir a la calle, a los restos del mundo, sorteando boquetes y esqueletos de flores. Saltar escalones. Esquivar cadáveres de coches cuyas radios aún sintonizan voces huecas. Sonidos. Noticias que llegan de este mundo, o de otro, a devorar el cerebro y la calma.
La decepción y sus heridas, surgen a la vuelta de la esquina, sin previo aviso, con el terror en la certeza de lo que es, y no debería haber sido nunca.
Perros que vagan, enfermos de espanto, buscando un lugar donde morir, para que no los maten. Sombras que observan, que se mueven entre jirones y cristales rotos, detrás de las ventanas. Serán, seguramente, los dueños de nada, ocultos para aislarse de la pandemia peor que han conocido: la más obscena indiferencia. Y saben que se esconden. Y saben, que no están haciendo nada.
Antes del desahucio de la vida de antes, quedaban proyectos, mapas y juegos al sol.
Ahora es el “no mezclarse”, y volver la espalda. Huir de los morideros, contagiados por el “todo es mentira”.
Y llegar a la gran avenida, desierta y cuajada de cicatrices, atravesada por afluentes sombríos, y edificios de humo, hasta la misma puerta de la casa, la de las fotos sobre las paredes, el olor del guiso de la madre, y el tiempo de la infancia, sostenido en el aire.
Ya no hay nadie. Y no fue necesario el fuego. Dicen que el arma estuvo en la sangre. Y ya no hay nadie. Solo pequeños que despiertan, solos, y van caminando muertos, pero vivos todavía, enfermos de olvido. Solo ellos saben cómo son las cloacas del mundo. DIARIO Bahía de Cádiz