Más allá de idílicas puestas de sol sobre las barquillas de La Caleta, de los tópicos que nunca cansan cuando se trata de Cádiz, de las historias y de la Historia, de todo lo que nos trae, y se lleva el océano cuando le damos la espalda, el mar, para nosotros, es mucho más que una imagen de postal.
Llevarlo adherido a la piel, es una condición, y un privilegio. Son de sal nuestras raíces. Y al estar lejos, “boqueamos”, de pena y melancolía, como mojarritas que mueren dentro de un cubo en la Punta de San Felipe.
Necesitamos intuirlo en el horizonte, detrás de los edificios, cuando el cielo se limpia, se abre y se hace agua. Saber que ahí está, esperándonos, con las orillas listas para nuestros pies, si la rutina y sus cuatro paredes entumecen las aletas invisibles que llevamos de serie.
El eterno azul, y verde, y gris furioso, al que amamos y tememos por igual. Del que tanto saben los poetas salinos, desde Quiñones, Alberti o Paco Alba, a Mercedes Escolano, por ejemplo, y por citar muy pocos, de tantos, que atrapan como nadie el rumor de bajamar, y el preciso instante en que el viento cambia, o el otoño se anticipa, arrojando cadáveres de medusas a la orilla.
Me preguntan qué es el mar para mí.
Es la voluntad de mi padre, vigilando los juegos en el agua con los primos, como fuerte atalaya anclada en la espuma, sin perdernos de vista. Y las gusanas que con habilidad clavaba en los anzuelos, y coger cangrejos y lapas, entre las piedras al descubierto. Ir de su mano a comprar cartuchos de burgaíllos.
Es el abrazo de mi madre, y su trajín, si la veíamos llegar, playa abajo, con la merienda para los niños en las eternas tardes de la infancia.
La súbita tormenta de verano, cuando nos llovía en el agua, y esperábamos, casi en “aguatapá”, para que no nos pillara el chaparrón. Y las risas, y toda la pureza de las sensaciones, los olores, los sabores. Erizos, bocas de la Isla, camarones, dobladillos de caballa, piriñaca, choquitos fritos, arena húmeda. En su inmensidad caben todas las experiencias posibles.
Y vivirlo. Nadar sus corrientes en sueños, de lado a lado, de la playa a la Bahía, dando la vuelta por Santa Bárbara, de baluarte a baluarte. Contemplar el Atlántico nocturno y la dedicación de los pescadores que celebran que allí están, y saludan, con un titilar de lamparitas que compiten con luceros, en las noches claras.
El mar siempre, testigo y cómplice, cuando la niñez empieza a diluirse en el amor primero, y rompen las olas en las cicatrices. Un reguero de escamas, sobre la resaca de lo deseos cumplidos. O las dunas secretas, quizás.
Qué es el mar para nosotros: la vida entera. Y recogemos lo que entregan las mareas, con fe y entusiasmo, aunque las olas nunca sean las mismas, ni las huellas, ni los barcos que atracan en el recuerdo.
Solo queda agradecer que somos mar, y salitre, y que por eso, nos envidian las agallas.
Los marineros lo saben.
El mar puede cambiar, en un segundo, y abrir las fauces para tragar barcos y vidas.
Una tormenta repentina, en plena quietud.
Y el oleaje más voraz, rompe en dos el verano.
Lo saben, porque tienen el pulso de las mareas y sus latidos profundos. Conocen las orillas que él ama. Aquellas en las que estalla en besos dulces, derramándose en espuma. Esas playas en las que crían las tortugas, de arena preñada de huellas infinitas.
El mar, como el amor, decide ser dócil, amable si le place.
Se hace ría, bahía serena y abrazo. DIARIO Bahía de Cádiz Rosario Troncoso