“Ojalá los adultos aprendiéramos a sentirnos mirados por los ojos de los niños, cuando menos para que nos tocara el corazón su caricia, y pudiéramos despertar a un propósito de rectificación, ante el diluvio de ineptitudes sembradas”.
Dejemos que los niños puedan ser niños, y no salten etapas de la vida, de manera que asimilen vitalmente hasta sus propios sueños, en la compañía de sus progenitores. A menudo nos falta tiempo para actos tan esenciales como sonreír y dialogar en familia. Junto a esta irresponsabilidad social, también somos conscientes que vivimos una época de crecientes y sistemáticos ataques hacia todo aquello que es unión de amor y vida. El daño es tan grande que, el persistente virus deshumanizante, nos está dejando sin alma. Tanto es así, que los adultos deberíamos repensar la situación global de la infancia en el mundo, ya que difiere bastante de ser satisfactoria. Ahí están los efectos de las miserias y las guerras, el bochornoso trabajo infantil, la abominable explotación sexual, los secuestros y el comercio, la falta de afecto y serenidad de muchos hogares, o la misma ausencia de referentes ante la crisis moral que padecemos. Desde luego, el ambiente no puede ser más nefasto ante la confusa y dramática devaluación de la maternidad y de la función paterna en la tarea instructiva de la estirpe.
No me cansaré de repetir que, hay que dejar que los niños sean solo niños, y no deben soportar por más tiempo los traumas derivados de las tensiones entre los padres o de la misma ruptura del tronco; siendo obligados, en demasiadas ocasiones, a crecer en soledad y sin una atmósfera de morada. Va a ser complicado, pues, que estos seres en formación, engordados de hipocresía y falsedades, puedan construir un mundo mejor, cuando en su propio seno familiar ha faltado ese auténtico sosiego. La experiencia que han tenido en su propia casa condicionará fuertemente sus próximas actitudes. Por consiguiente, si la familia es el primer entorno donde el chaval se abre al mundo, ésta ha de ser para ellos la primera escuela de concordia. En cualquier caso, jamás comercialicemos con la ingenuidad de los niños; dejémosles desarrollarse, aprendiendo y jugueteando. Ojalá evitemos el abandono escolar y propiciemos entornos más guardianes, ya que al proteger a los niños más vulnerables de hoy, dándoles una oportunidad equitativa, podemos ayudar a romper las cadenas de la pobreza extrema del mañana, sobre todo en concordancia con la nutrición, vacunas y atención neonatal.
En efecto, según lo que proporcionemos a los niños, éstos serán lo que proveerán a la sociedad. No olvidemos que son nuestra continuidad y la ilusión del mundo. Realmente son los creadores de la humanidad. Su ocupación en la producción económica, en vez de dejarles esparcirse, continúa siendo un fenómeno habitual en el mundo. Cese el lavado de manos como Pilatos. Está visto que cuando el trabajo proporciona un ingreso justo, seguridad en el lugar de trabajo y protección social, las familias no suelen recurrir al trabajo infantil para satisfacer las necesidades básicas o hacer frente a la incertidumbre económica; en un momento, en el que la mayoría de los países, sea cual sea su nivel de ingresos, apuestan firmemente por la investigación, el desarrollo y la digitalización, para estimular su crecimiento económico sostenible. Ahora bien, considero fundamental intensificar la colaboración entre política y economía, al menos para elaborar proyectos específicos que tutelen a los que podrían ser víctimas de procesos de globalización a escala mundial. Se me ocurre pensar, en la ausencia de legislaciones en muchos países, que protejan a la infancia de esas redes de explotación y violencias, que se expanden por doquier.
Es cierto que la red constituye una ocasión para favorecer el encuentro, pero puede también potenciar nuestro autoaislamiento. Para empezar, protejámonos de este absurdo endiosamiento que no se inclina ante los niños. Las personas en formación, en este mundo digital como jamás, son las personas más expuestas a cualquier tipo de abuso, sin importar muchas veces el derecho a un crecimiento saludable, de alegría y esperanza. Reconozcámoslo. Seamos garantes. Ojalá los adultos aprendiéramos a sentirnos mirados por los ojos de los niños, cuando menos para que nos tocara el corazón su caricia, y pudiéramos despertar a un propósito de rectificación, ante el diluvio de ineptitudes sembradas. Verdaderamente, el espíritu corrupto se ha enraizado tan profundamente en nosotros, que apenas tenemos conciencia para imponer ese cambio, que ha de comenzar, porque los menores puedan caminar por la vida sin robarle la inocencia de sus alas. Acá debe emerger la importancia del linaje. Hagamos familia. DIARIO Bahía de Cádiz