“La concordia no conoce fronteras, únicamente el egocentrismo y el rencor, hacen territorio para sí y los suyos”.
Nos hemos globalizado pero sin vínculos, con la necedad de los abecedarios mundanos, sin dejar paso a la escucha de nuestros sentimientos. Cada día son más las batallas entre mentes perversas, sin escrúpulos y al límite de la desesperación. Tanto es así, que solemos andar en vilo entre la vida y la muerte, fruto de este tendido desmoralizante. Sea como fuere, esta atmósfera de sufrimiento existencial tiene que cesar; y, sin duda, debe comenzar por los propios hogares, multitud de ellos ahogados de lamentos y sin orientación alguna. Necesitamos, seguramente, aproximarnos; dejarnos oír más, no con las ideas sino con el corazón. Hay que silenciar el ruido de los hirientes vocablos subterráneos, corruptos e ilícitos en muchas ocasiones, retirar el poder de las armas poniendo más voluntad en nuestras acciones, destronar intereses y salvaguardar la existencia en un mundo que ha de ser de todos y de nadie en particular. Es cuestión de removerse por dentro, cada cual consigo mismo, si en verdad queremos superar todas estas absurdas e inútiles revueltas, para redescubrirnos en el gozo armónico de lo fraterno. La concordia no conoce fronteras, únicamente el egocentrismo y el rencor, hacen territorio para sí y los suyos.
Indudablemente, nuestra gran asignatura pendiente es aprender a reprendernos, a relacionarnos con nuestros semejantes, a cultivar el respeto y la consideración hacia todos, a detener las pugnas y las provocaciones, que nos están deshumanizando por completo. Bajemos de este tren que camina descontrolado y sin rumbo, marquemos otros lenguajes, extendamos la cultura del espíritu sobre el cuerpo, seamos pacientes y comprensivos, pongámonos en plena sintonía con la aurora del relato y no trunquemos la floración del gozo. Por una vez, y para siempre, quitemos las vendas y salgamos a defender los valores del hallarse, verse y encontrarse. En ese reencuentro vital hay que destronar las tensiones, el aislamiento, la furia que nunca reconduce a buen puerto, tomar su pulso poético y su pausa humanitaria para que podamos contemplar los cielos abiertos, con la clemencia necesaria para entendernos y atendernos. Sólo así, estos fuegos destructores cesarán, porque hasta el obsesivo afán por el poder, desaparecerá de la faz de la tierra, para convertirnos y reconvertirnos en poetas de servicio.
Vuelvan al mundo esos sueños idílicos arrinconados, dejémonos acompañar por ellos, háganse realidad a la hora de reconducirnos y en nacer con este nuevo día. Vivamos, pues, los brotes de la contemplativa entrega del donarse, tras perdonarse, del hacer para los demás, lo que cada uno quisiera que sus análogos hicieran para él. Será, naturalmente, un sano despertar. No es fácil, lo sé, pero tampoco imposible de llevarlo a cabo, si en el camino nos hallamos con órganos acogedores, dispuestos siempre a fortalecernos como estirpe unida. No olvidemos, que son nuestros salones internos, la sede de nuestras sensibilidades y de las intenciones. De ahí, la exigencia de hacer examen a nuestros propios espacios de diálogo, antes de que nos traspasen el alma los tormentos que nos inventamos unos contra otros, poniéndolos en acción, muchas veces desde el pedestal del ordeno y mando. Precisamos, por ello, tener tiempo para nosotros, para ese análisis con la realidad, que aunque nos cueste esfuerzo realizarlo es una necesidad, cuando menos para ser capaces de apreciarnos y estimarnos, con aliento de profunda comunión, que es lo que nos hace siempre obrar con equidad y moralidad en todos los niveles.
Desde luego, no hay mejor forma que plantarse ante el aluvión de retos y oposiciones que nos tejemos a diario entre sí. La esperanza es lo último que podemos perder. Está visto que juntos podemos afrontarlo todo. Nada se nos resiste. Por cierto, Naciones Unidas acaba de reconocer como el derecho a un medio ambiente saludable está ganando adeptos. Es cierto que nos queda mucho por hacer en este sentido, pero hemos tomado el camino correcto, puesto que portamos una fuerte unidad de latidos en este forjar. Precisamente, son esas conexiones de percusiones soñadas, las que suelen evitarnos las catástrofes. De ahí, la importancia de prevenir también los conflictos y de poner de acuerdo a las partes implicadas. También se puede llevar a buen término este último anhelo, con el compromiso de todos, en lo que se ha dado en llamar, diplomacia preventiva. El refranero ya lo tenía mundializado desde hace una eternidad: “La unión hace la fuerza”. Quizás tengamos, por tanto, que regresar a ese verso justo, que nos haga sollozar a todos y una vez estremecidos, por el desahogo, nos demos una oportunidad más, la de comprendernos. Consolidada la paz, volveremos a ser parte del interminable poema viviente. Enfrentados, sin embargo, jamás seremos esa celeste loa con la que soñamos convivir perennemente. DIARIO Bahía de Cádiz