Empotrado literalmente sobre la cama, casi tres años ya. Exactamente dos años, nueve meses, diecinueve días y algunas horas llevo con los ojos cerrados, sin moverme, siempre boca arriba, aprendiendo a distinguir la penumbra de la claridad a través de los párpados cerrados.
Del principio, después del accidente, no recuerdo nada, no sé cuanto tiempo pasé en un profundo sueño, ni ruidos, ni olores, nada. Un día empecé a distinguir sensaciones olfativas, estas me dieron la pista del sitio donde estoy. Primero fue el olor a desinfectante, a orina, a comida…, todos mezclados me llevaron a mi infancia. Era el tiempo que las anginas se extirpaban casi en serie, cuando los menores de diez años nos poníamos en fila, cada uno con una sábana llevada de casa, en la puerta del otorrino del ambulatorio de zona, ese era el olor, por eso sé dónde estoy.
Semanas, quizás meses después, ligeros sonidos se mezclan con los olores. Es el ruido que producía un fregona al pasarla mojada contra el suelo. Si, creo que este sonido húmedo fue el primero, luego vinieron las voces de los familiares más cercanos, los murmullos en voz baja algunas veces, otras, especialmente por las tardes, cuando la habitación se llena de visitas que, llegan, me miran y preguntan al que este allí“qué tal”, y sin esperar respuesta se ponen a hablar de las cosas más peregrinas.
Ya me quitaron los tubos de la garganta, los monitores que controlaban mi corazón. Sólo tengo las sondas por las que evacuo lo que me sobra, y un goteo que me hidrata y me suministra nutrientes.
Durante todo este tiempo, la única que siempre me habla es la auxiliar que viene a cambiar las sábanas y a moverme de posición durante un rato. Desde que me acuerdo, después de haber pasado por el túnel negro -sin olores, sin ruidos, sin nada-, se ha dirigido a mi, me habla, incluso, entre frase y frase, hace silencios, como esperando a que yo conteste, para después seguir hablando.
Así, sin mirarme, siempre desde su faena, me desgrana, al principio día a día, luego cada dos – los recortes me dice-, como avanza, o retrocede, la vida ahí fuera. Mientras me gira para doblar la sábana bajera, me felicita por la suerte que tiene el mayor de mis hijos -encontrar trabajo, aunque sea en Brasil, hoy es una suerte-. Debe hablar un día sí y otro también con la pequeña, hace ya tres meses que no viene por aquí, me contó ella misma, mientras me pasaba un paño húmedo por los brazos que mi hija dijo “me deprime verle así, como un vegetal”.
A golpe de cambio de sábanas, de limpieza de mi cuerpo inmóvil, me he ido enterando, que llevo así desde la tarde del veinte de noviembre de 2011, me atropelló un coche cuando iba a votar. También me he enterado que con el cambio de leyes, me despidieron por faltar al trabajo, que luego cambiaron casi todo, liquidaron casi todo, robaron casi todo. Que el Borbón se ha ido y ha venido otro Borbón. Que un maniquí ha sido elegido para no sabe qué… Según me va contando me da la impresión que el tiempo ahí fuera también se ha detenido, la tierra ha dejado de girar, como en un mal sueño.
Me dice que ya es agosto, aquí da lo mismo, la temperatura no cambia, ni siquiera hay diferencia entre la noche y el día. Me cuenta que van más de mil seiscientos muertos en Palestina, miles de heridos, que ha visto fotos en las que Gaza ya no existe. Escuelas, casas, centrales eléctricas… todo destruido.
Hoy ha sido la única vez que se ha quedado mirándome unos segundos, llevo unos días que cuando estoy sólo consigo abrir los ojos, aunque sólo veo oscuridad; tras ese silencio me ha dicho “no me extraña que no despiertes”; luego ha mojado una esponja y me la ha pasado por el pelo. Cuando ha acabado su turno y me he vuelto a quedar sólo, recordé a Oscar Matzerath, el protagonista de ‘El tambor de hojalata’. Y he decidido no despertar, seguir vegetando. DIARIO Bahía de Cádiz Fermín Aparicio