La gran injusticia de este siglo es la pasividad de los gobiernos frente a la desbordante desigualdad de sus moradores y la falta de oportunidad de los excluidos socialmente. No valen las migajas. Andamos con la fiebre limosnera para acallar las conciencias, pero esa no es la solución, máxime cuando tenemos el derecho a un trabajo digno y el deber de trabajar. Todo parece indicar que el desempleo va a seguir creciendo, lo que agravará el malestar social, sobre todo en Europa. También, en algunas zonas de América Latina y el Caribe, las perspectivas de empleo se han deteriorado. Tampoco mejora la situación en África, ni en las regiones de Asia Meridional, o en las mismas economías avanzadas. Tan sólo en Estados Unidos y en Japón, las condiciones de avance parecen despuntar. Lo cierto es que en el mundo, cada día tenemos más empleo vulnerable, mayor inestabilidad, y una gran diferencia de ingresos. Ante este panorama desolador, convendría que todos los líderes internacionales reflexionasen sobre esta nueva lacra, y activasen soluciones para que todo ser humano pueda realizarse como ciudadano. A veces me pregunto, ¿para qué tantos itinerarios si luego nos cargamos el futuro de la gente?. Esto es grave, gravísimo, muy grave. No podemos continuar por esta línea de desequilibrio. Tenemos un sistema económico inhumano, que cierra las puertas de la vida a multitud de personas. Y esto, cuando menos, ha de inquietarnos.
Aniquilar el horizonte de una buena parte de la ciudadanía es una barbarie que no podemos permitir. Hemos perdido el corazón cuando descartamos una generación de jóvenes, y nos quedamos tan pasivos. No hay mayor crueldad que ese pensamiento para la propia especie. Esto es trágico. La cultura del bienestar no puede estar al capricho de unos pocos. Los políticos han de trabajar mucho más por esa ciudadanía a la que representan y a la que han optado libremente servir; no para servirse de ella, como en realidad se hace, sino para ayudarles a reencontrar el camino de su propia autonomía. Si en verdad queremos proteger nuestro linaje, hemos de tomar como prioridad, la de promover un empleo decente para toda aquella persona en edad laboral. Tampoco podemos disociarnos, las sociedades han de ser más inclusivas, menos excluyentes, puesto que la globalización es una realidad. Por consiguiente, el empleo ha de tener ese aire globalizador y dinámico. Hace tiempo que la Organización Internacional del Trabajo (OIT) defiende la propuesta de un objetivo de desarrollo sostenible dirigido a promover un crecimiento económico sostenido, inclusivo, de empleo pleno y productivo, de trabajo para todos. Sin embargo, los hechos son bien distintos; de ahí, que reivindique la urgencia de recuperar la dignidad que el trabajo confiere. Es hora de la acción conjunta y coordinada. Los pobres no sólo pide pan para el sustento, requieren también sentirse útiles socialmente, reinsertados. Quieren olvidar las atmósferas que le han denigrado, desfigurado y explotado en la mayoría de las veces.
Hemos de hacer un pacto por el trabajo a nivel mundial. El drama del desempleo no puede cohabitar con nosotros. Hay que dar remedios. Estar sin trabajo no es únicamente carecer de lo necesario para vivir, ¡no!, es algo más; es negar la dignidad a la persona. Y esto marca, claro que marca, hasta el punto que habría que reexaminar estos modelos de desarrollo tan injustos. A mi juicio, estamos ante una emergencia histórica, que interpela a la responsabilidad social de todos, empezando por una mayor voluntad de ofertar puestos dignos. No olvidemos que los trabajadores tienen mayores posibilidades de acceder a estos empleos si existen instituciones que les ayuden a participar en este mercado, mediante cursos y orientaciones, mediante políticas de cualificación profesional. Todos necesitamos sentirnos respaldados. Por otra parte, la negociación colectiva y el salario mínimo son dos instituciones que no pueden entrar en crisis, sobre todo para apoyar los salarios más bajos de la escala salarial. Asimismo, las políticas sociales redistributivas son el principal medio con que cuentan los gobiernos para modificar la distribución de los ingresos. Desde luego, tenemos que volver a llevar la dignidad humana al centro de nuestras acciones y, sobre este pilar, han de reconstruirse nuevas estructuras sociales encaminadas a poner orden y honestidad, con tenacidad pero sin fanatismo, con pasión pero sin violencia, donde hay indiferencia y corrupción. La buena gobernanza, la estabilidad social y la justicia económica no son meras palabras, son la esencia de un derecho humano fundamental como es el trabajar.
Hoy en el mundo tenemos menos dignidad por esa falta de trabajo. Esto debiera ser la principal preocupación de todos los gobiernos del planeta. Este sistema económico idolátrico ha fermentado, aparte de un caudal de violencias, la pérdida de toda ilusión. Verdaderamente, necesitamos políticas justas que nos hagan salir a todos adelante. Esto es particularmente desalentador para los jóvenes, a los que les venimos trucando sus sueños. Están formados pero han perdido la certeza de su valor y de su valía. Requerimos además la eliminación de cualquier trabajo indecente. Al mismo tiempo, hemos de volver al rigor moral que hemos perdido. La ética debe globalizarnos. No estamos aquí para vendernos unos otros. Resulta inaceptable que el trabajo se haya devaluado, hasta convertir en moneda de uso corriente, los diversos abusos. En el mundo hay millones de niños trabajadores. En todo caso, estamos para proteger al ser humano y también para custodiar nuestro propio hábitat y que las generaciones futuras puedan seguir avanzando. Sólo así habrá una auténtica promoción del ser humano. En consecuencia, los diversos Estados deben garantizar el trabajo, teniendo en cuenta que una sociedad abierta al progreso no debe encerrarse en sí misma, en la defensa de los intereses de unos pocos, sino que ha de mirar con la perspectiva del bien colectivo para entusiasmar a toda la especie.
Naturalmente, los años pueden arrugarnos la piel, pero renunciar al entusiasmo que todos llevamos implícito, conllevaría contraer nuestro propio espíritu. El notable número de hombres y mujeres obligados a buscar trabajo, más por necesidad que por elección, lejos de su patria ya es motivo de agitación, y esto no debe dejarnos indiferentes y sin fuerza para luchar. En este sentido, es una buena noticia que la misma Organización Internacional del Trabajo elabore políticas que maximicen las ventajas de la migración laboral para todas las partes involucradas. Al final, es el trabajo en conjunto lo que nos engrandece como familia humana. Jamás es el trabajo lo que corrompe, sino la ociosidad con su bucólica inercia. De ahí, lo analgésico que es trabajar, no con lo que uno imaginaba, sino descubriendo aquello que uno porta consigo. Con razón el trabajo es un bien de todos, y por ende, ha de estar al alcance de todos.
Por eso, es fundamental la creatividad solidaria. Un gobierno que ya no es capaz de avivar el empleo con políticas que entusiasmen, mejor abandone el barco. Lo mismo digo, para aquellos componentes de la sociedad que repudian un estilo de vida solidario, mejor desisten de ser guía. Dejemos, pues, el liderazgo para aquellos ciudadanos que han optado por un trabajo de constancia, de método y de organización que nos confraternice. Al fin, lo que importa es cuanto amor ponemos en lo que realizamos para endulzarnos esta existencia unos a otros. Los auténticos promotores de armonía saben que la clave radica en partirse el corazón y en repartirse la vida. Lo que es insolidario y vergonzoso es la indiferencia entre gobiernos que hacen el mal y el pueblo que lo deja hacer. Pensemos en esto. DIARIO Bahía de Cádiz