Para P.M.
En estos días procuramos llenarlo todo de luz. Las calles, las casas, todos los lugares en los que nuestra vida ocurre, brillan en la noche de un modo especial. Y este resplandor extra, dura apenas un mes. Y caemos de bruces en enero, en el frío, de nuevo, como la metáfora de todos los finales. Enero. Un domingo por la tarde, eterno. Y ya se sabe que los domingos por la tarde se ha de estar en casa, para preparar la semana, para preparar el ánimo y volver a ser fuertes. Estar en casa, sí, y dejarse arropar por la familia, si se tiene, para regresar a un mundo de lunes y pocos amigos.
Las costumbres repetidas, y la prisa, para huir del miedo. La rutina. El perderse adrede en la multitud, y caminar como autómatas, y cumplir horarios, por si llega la muerte y nos sorprende, y no hemos cerrado las ventanas ni nos hemos despedido. La muerte. El miedo.
Procuramos mantenerlo todo en su sitio. Ordenarnos por dentro. Hacer limpieza en la nevera, por si algo caduca, y no sirve, y se pudre. Y quizás sea envidiable esa manzana que ya se oxida, en el fondo del cajón de la fruta, porque no está sola. Reparamos en ella. Y la agarramos con la mano, y la retiramos, aunque sea para tirarla a la basura. Es algo, la manzana, digno de nuestra atención. Nos preocupa, aunque tan solo sea un segundo. Hacemos algo por ella, y por nosotros.
Organizamos la agenda. Llamamos a todos. A todos. Compartimos el lugar en el que estamos. Gastamos la sonrisa en las fotografías. Queremos que nos sientan. A veces, quisiéramos gritar, pero se nos ha olvidado. Quisiéramos llorar, pero no es correcto.
-Charo, no es momento de abandonarse a la misantropía feroz. Es casi Navidad. Y hay luz extra en las calles, y una familia, y amigos, y existes para alguien. Para algo.- Eso quiero creer.
Pero no puedo dejar de pensar en ella. Imagino que estoy igual de impactada que cualquiera con cuarto y mitad de sensibilidad y dos dedos de frente, que haya estado al día de la prensa en los últimos días. Empatía. Horror. Tremenda tristeza.
Yo no sé qué pasó. Ni si olvidó gritar. Ni si lloró y no le importó a nadie. Quizás es que es más cómodo no pensarlo, y más higiénico el silencio.
Los pequeños gestos importan. Dar los buenos días, y que te respondan. La empatía. Devolver una llamada. Visitar. Golpear bien fuerte con los nudillos todas las puertas.
Primero, se desaparece del pensamiento. Luego se descompone la existencia. Y es el olvido, la verdadera muerte.
Ahora, cuando las noches brillan más de lo normal, también deberíamos iluminar la terrible soledad que hay detrás de algunas ventanas entornadas, llevar la luz a todos los rincones a tiempo, antes de que el vacío corroa los huesos. La eternidad. Las cenizas.
Y este resplandor extra, dura apenas un mes. DIARIO Bahía de Cádiz Rosario Troncoso