Discúlpenme si me llevo esta columna a mi terreno, un poco más de lo habitual. Discúlpenme aquellos que puedan sentirse ofendidos o ultrajados por mi sinceridad. Discúlpenme todos, si quieren. Si no, voy a seguir pensando igual.
Y es que me preocupa un poco (o un mucho, según el día y el nivel de agresividad al leer y escuchar barbaridades) algo que está pasando con la Poesía (sí, con mayúscula).
Los géneros de la Literatura son tres: Lírica, Narrativa y Dramática. Esto lo tengo muy fresquito, por ser profesora de Lengua Castellana y Literatura (a ratos) y domadora de leones (casi todas las horas). Por tanto, los poetas no son los que escriben libros “finitos” por perezosos, o crean ripios como churros, que sirvan de terapia psicológica ante un desamor o un dolor de barriga.
Los “escribientes” de poemas, por si no lo sabían, son los que aportan algo al género lírico, sí, género digno e igual en valor y tamaño que los otros dos (es una sandez que la Poesía es un género menor), e igual de trabajoso o más, que una novela, un libro de relatos o una obra de teatro.
Siempre recuerdo a Quiñones, y su parábola del güisqui solo, con hielo o con soda, para referirse a la esencia de la literatura. Adivinen a qué se refiere con el güisqui sin aditivos. Exacto.
Una vez, alguien me preguntó, de muy malas maneras, que para cuándo me iba a dejar de tonterías y “poesías” e iba a sacar algún libro “normal”, de esos que se entienden, y tienen trama, argumento, personajes y “engancha”. Y bueno, lo de enganchar… la buena Poesía no solo engancha, crea adicción, quien probó buen material lo sabe.
Ya ven que hay gente para todo, e igual que los detractores que no soportan el verso, está el caso contrario, mucho más peligroso y destructivo: los poetas que lo son “por cojones”, aunque no lean, ni compren en su vida un buen (ni un mal) poemario, ni contribuyan para nada, a nada. Sí. Son aquellos que han probado suerte en el toreo, en el arte de la plastilina creativa, en el karaoke, en el punto de cruz sin dedal, no han conseguido la ansiada gloria en ninguna de las disciplinas, y buscan el protagonismo como versificadores, habiendo descubierto (oh, maldición) las bondades traicioneras del verso libre (que no libertino).
No me refiero a los poetas (que lo son) que acuden para aprender, para perfeccionar su devoción con pasión, para compartir letras y mimarlas con sumo gusto, como en el caso delicioso de la Escuelita de las Palabras o los amigos del Colectivo de Letras Libres o la Asociación Argónida (seguro se me olvidan muchos aglutinadores de verdaderos amantes respetuosos del género). No me refiero a aquellos que sí saben cuánto cuesta (nunca en euros, porque ese es otro tema) construir un poema. El esfuerzo que supone dar forma a una idea, trasladándola a versos bien estructurados, teniendo en cuenta la técnica, la métrica, la alquimia que hace posible que surja, y no es magia, la chispa de la Poesía.
No es fácil. Ni siquiera aquellos versos que destilan cotidianidad, sencillez, han surgido en un momento. La gestación tiene su tiempo. Y ese tiempo de recogimiento, de concentración, ha de respetarse. Y ni siquiera con todos los ingredientes, y su justa dosis de talento, está garantizado un resultado que de verdad pueda llegar a categoría de Poesía. En palabras de Nicanor Parra:
“El deber del poeta
consiste en superar la página en blanco.
Dudo que eso sea posible”.
Y reflexiono sobre esto (lo hago a menudo) después de una apasionante charla ayer con un buen amigo, editor, escritor y currante temerario de las palabras, a propósito de recitales que organiza, lecturas varias, saraos diversos, donde siempre se encuentra con el mismo problema: los espontáneos que, en un cartel ya configurado, pretenden salir y epatar al personal con sus “poesías”, porque también tienen derecho a leerle a los mortales sus magníficas creaciones.
Mosquea que esto ocurra con frecuencia en los recitales, y que, por ejemplo, en conciertos de la índole que sea, no suban en tropel cantantes, baterías y guitarristas porque ellos “también saben y también son artistas”. Sería raro, ¿verdad?
¿Por qué no infunde el mismo respeto un poeta con todo su esfuerzo, bagaje y sufrimiento, y que además, no suele cobrar (más agravio aún) por su trabajo, que cualquier vocalista de orquesta de pueblo? Es un misterio. Y a lo mejor la culpa de todo este follón, y también la solución, está en nosotros, y en nuestra autoestima.
La cuestión es que últimamente, siempre que me preguntan si soy poeta, y con sumo pudor, rubor y duda, termino afirmando que sí, que es posible, que a lo mejor es cierto, que vale, que lo soy, obtengo por respuesta un automático “yo también”, aunque el susodicho o susodicha, no tenga ni idea de a qué se refiere en realidad. Pero queda “guay”, ¿no? DIARIO Bahía de Cádiz Rosario Troncoso
Es usted una polemista.
Absolutamente por supuesto, del todo. 😉 (pero menos de lo que me gustaría, soy cobarde).