La madrugada del miércoles todo dejó de tener sentido. Casado, el Día de Andalucía, el hotel de Genoveses, los residuos de la agricultura, el mal juego del Real Madrid, la falta de lluvia, el carril bici de Punta Entinas, la necesidad de bajar el colesterol y tantas otras cosas pasaron a un segundo plano, se convirtieron en nimiedades. Adaptando al Último de la Fila, cuando la guerra entra por la puerta, el amor, la cordura, la vida, la paz saltan por los aires, porque ya no quedan ventanas, ni paredes, ni lugares donde protegerte.
Solo el miedo lo empapa todo, como una pesada niebla que no deja ver más allá de unos pocos pasos y que nos paraliza, nos hace temblar de un frío que presagia la muerte, que nos vuelve incapaces. Intentamos parecer fuertes, mantener la calma, pensar con claridad, pero no sabemos, porque nunca nos prepararon para esto. Crecimos intentando olvidar, perdonar lo ocurrido, convencidos de que no volveríamos a repetir los mismos errores, y sin embargo, 70 años después, volvemos a estar en el mismo sitio donde lo dejamos, en manos de un tirano enloquecido por el odio y el rencor del derrotado, y con la certeza de que tiene que vengar, honrar y redimir a sus antepasados.
Esta guerra sí nos asusta, porque ha llegado a las puertas de casa, porque repite el guion que hemos estudiado en los libros de historia y que permitió a un nazi poner a la humanidad al borde del abismo. Se le dejó hacer en los primeros meses, advirtiéndolo, castigándolo con sanciones, con la esperanza de que solo fuese Polonia, pero no se quedó allí, como no lo hizo este “malnazido” con Crimea.
Lo más triste de esta situación es que no podemos hacer nada. Que no vayamos a defender Ucrania no se trata de tibieza, de incapacidad, de interés, se trata de sensatez, de prudencia, de un miedo real. Sabe que la OTAN no actuará, porque de hacerlo moriríamos todos en una guerra nuclear que acabaría con la vida en la Tierra. Me cuesta creer que cumpliese sus amenazas de bombardear Chernóbil, de lanzar una de las ojivas nucleares, pero tampoco esperábamos que se decidiese a matar civiles. Es inevitable no acordarse de la canción punk de Polanski y el Ardor, que en la movida madrileña se preguntaban ¿Qué harías tú en un ataque preventivo de la URSS? Ellos no lo sabían, yo tampoco, ni Biden, ni la OTAN.
No podemos atacar a Rusia, pero no podemos ceder al chantaje, mirar para otro lado cuando inocentes están muriendo, cuando están suplicando ayuda. O sí. Llevamos décadas jugando al negocio de la guerra, y esta vez nos ha explotado en las manos, ha cruzado al hemisferio norte, nos está mirando a la cara, ahora somos los daños colaterales. El negocio es el negocio.
En el 2021 se calculan unos 65 conflictos en el mundo, unos considerados grandes guerras porque mueren más de 10.000 personas al año, otros escaramuzas porque los muertos no llegan a 100. Y si algo tienen en común todas estas guerras es que el armamento lo fabricamos y lo vendemos los que ahora exigimos la Paz. En el primer semestre de 2021, según los datos enviados al Congreso por la Secretaría de Comercio, las exportaciones de armas españolas crecieron un 37,7 %, alcanzando los 1.633,9 millones de euros. Y nosotros no pintamos nada en este negocio, donde el 58% de los beneficios se los llevan las empresas americanas, y el resto se lo reparten entre las británicas, las francesas, las italianas y las rusas.
13.080 ojivas nucleares se calculan en el mundo. El 90 % en manos de EE.UU y Rusia, ¿los buenos y los malos?, ¿solo las tienen para defenderse? Lo gracioso es que estamos contentos porque en los dos últimos años se han destruido 1.200 para intentar garantizar la seguridad mundial, aunque ya sabemos lo que hicieron solo dos con la tecnología del año 1945 en Hiroshima y Nagasaki.
Eduardo Galeano lo resume muy bien “las guerras mienten y ninguna tiene la honestidad de confesar: yo mato para robar”. Podría terminar con esta cita, pero prefiero hacerlo con dos de una película de 1994, La Guerra, que vi anoche por culpa de mis desvelos. Una historia donde se habla de la guerra de Vietnam y de la discriminación racial a través de los ojos de dos grupos de niños que quieren construirse una cabaña en el Árbol de los sueños. Lidia, una de las protagonistas, nos deja dos frases célebres. La primera a modo de conclusión: “aunque mucha gente crea que entiende la guerra, la guerra no entiende a la gente. Cuando se escapa de las manos lo destruye todo”. La segunda es para recordarnos que aunque “la vida la presenten como un precioso cuenco lleno de sabrosas cerezas, en realidad es un cuenco lleno de mierda”. No a las guerras. DIARIO Bahía de Cádiz