Me gustaría saber lo que pensarán los habitantes de esta parte de la península ibérica que llamamos España dentro de 25 años. Ni siquiera sé si seguirán llamándose españoles, pues el complejo de inferioridad nos ha perseguido siempre, cuando en realidad no somos ni mejores ni peores que otros pueblos. Sé de un nacionalista que se avergonzaba de hablar públicamente en español, porque nuestro idioma era el idioma del imperio y, por eso, ¡qué ironía¡ prefería hablar en inglés.
Han pasado 75 años desde que se aprobó la Constitución española. No había entonces internet ni redes sociales, ni se podía llamar por teléfono gratuitamente a cualquier parte del mundo. La velocidad con que ha avanzado la sociedad en estos 75 años puede que les parezca ridícula a las futuras generaciones, y sin embargo estamos ante una sociedad totalmente diferente. Esto mismo deberíamos aplicarlo a nuestra democracia. No quiero restar el más mínimo mérito a nuestra Constitución, que supuso la superación del enfrentamiento entre las dos Españas y la base para una larga época de prosperidad, aunque lamentablemente esta prosperidad no haya llegado a todos. Hay que reconocer, sin embargo, que esta misma Constitución dejó abierta la puerta a desigualdades entre personas y regiones y fomentó unos privilegios que vistos desde la perspectiva de hoy nada tienen que ver con una auténtica democracia.
Y esta falta de acoplamiento entre el ritmo de la sociedad y el ritmo de nuestra democracia nos ha llevado a la situación actual, una situación que estamos sufriendo todos y de la que son responsables tanto los que forzaron esas situaciones de privilegios y desigualdades como los que las permitieron entonces y las siguen permitiendo ahora. Pensar que con depositar el voto en una urna cada cuatro años ya se es demócrata, pensar que con decir sí o no a cualquier propuesta, por muy importante que sea, ya hemos decidido nuestro destino, es tener muy poca estima de sí mismo, es contentarse con unas migajas y dejarse manipular no sólo por los factores económicos, como diría cualquier marxista, sino, sobre todo por los factores mediáticos y por los factores políticos.
¿Qué quiere decir “derecho a decidir”? ¿Qué quiere decir derecho a votar? ¿Decir únicamente sí o no a lo que otros nos proponen? ¿Decir sí o no, cuando otros, con los medios de comunicación, con la educación en las escuelas, con la prensa subvencionada y con la información más o menos trucada ya han dirigido el sentido de nuestro voto? ¿Decir sí o no a unos partidos políticos con los que yo no comulgo, pero a los que me veo obligado a votar para que las cosas no vayan aún peor? ¿Decir sí o no a un partido político, cuando en principio yo no elegiría ni a la mitad de los candidatos de la lista que proponen?
¿Alguien está seguro acaso en la limpieza de las elecciones del 21 de diciembre de Cataluña, cuando ni siquiera tenemos garantías de que no se puedan manipular los resultados? ¿Después de 20 años de adoctrinamiento promovido o consentido por los partidos políticos, alguien cree en la veracidad de la información? Después de los muchos años de subvenciones de la gran parte de la prensa en Cataluña, ¿alguien cree que Rusia es el principal peligro? Creo firmemente en la democracia. Pero no creo que se den unas mínimas garantías para poder hablar de unas elecciones limpias y democráticas.
Si después de las elecciones todo va a seguir igual. ¿para qué ha servido la aplicación del artículo 155? Si no se pretende acabar con todas las desigualdades y privilegios que consagra la Constitución, ¿para qué modificarla? Si los partidos políticos van a seguir asumiendo el monopolio de la política, ¿por qué se extrañan de que surjan partidos xenófobos, populistas y nacionalistas? Si el ciudadano va a seguir estando excluido, ¿por qué no desterrar la palabra democracia y utilizar únicamente la de partitocracia? Dentro de 25 años los ciudadanos nos tratarán de ignorantes y se reirán de nuestra democracia. DIARIO Bahía de Cádiz