Hace unos días, conversaba con Esteve Riambau, director de la Filmoteca de Catalunya, sobre uno de los fines de la disciplina cinematográfica: dialogar con la realidad que le toca habitar. Ustedes pensarán que este objetivo debe perseguirlo cualquier otro ámbito artístico. Y es así, pero, si me permiten el énfasis, desde que el cine iniciara andadura allá a finales del siglo XIX, ha sido la categoría artística que mejor ha sabido leer el acontecer.
Desde los grandes estudios, que vieron en el cine una herramienta de poder esencial para propagar la cultura propia, hasta la eclosión del cine de palomitas –los blockbuster– de la mano de esa alineación irrepetible compuesta por Spielberg, Lucas, Coppola y Scorsese, en los setenta, que unieron como nadie el entretenimiento y la cultura popular, pasando por una Europa que, tras hacerse pedazos por dos veces, encontró en el cine un lugar desde el que pensarse y reconstruirse. El Neorrealismo italiano es prueba evidente de ello. Los dioses guarden por siempre a Fellini, Visconti y De Sica. Vean ‘Umberto D’, hay un antes y un después en la vida de uno tras reconocerse en las migajas de la barbarie, en la importancia de los valores europeos: libertad, igualdad y solidaridad –que nunca dejen de ser nuestra bandera-. La elegancia de la Nouvelle vague, Varda liderando este movimiento que construyó un cine en el que poder construir desde lo pequeño, desde aquello que nos hace ser radicalmente humanos. Truffaut ofreciendo el triángulo de amor más honesto y real a pesar de la propia Europa. Bergman y su existencialismo feroz, su tensión interna por ser y estar.
Nuestro cine, cine en español, que alzó vuelo gracias a la mirada de Buñuel, estela que ha permitido otros vuelos como los de Isabel Coixet, Icíar Bollaín, Almodóvar, Bayona, Trueba –da igual cuál elija, todos son excelentes-, pienso, mientras les escribo, en el cine de riesgo, valiente y trasgresor de Pilar Miró –cuánto le debemos a esta cineasta-, en Cuerda y Berlanga. Y si hacemos un primer plano para acercarnos a nuestra latitud, Benito Zambrano, Celia Rico, Olmo Figueredo, Alberto Rodríguez, Paco Cabezas, Chus Gutiérrez y Laura Hojman.
El cine y toda su grandeza e historia. Cuántas conversaciones con amigos guardan estos nombres propios. Cuánto pensamiento, del bueno, del que echa raíz y nos hace crecer. Por eso el fascismo de nuevo cuño lo vapulea y maltrata. Da igual la geografía a la que usted vaya. Cineastas, productores, actores y actrices siempre serán clasificados como vividores, enemigos de las intenciones del sistema.
Decía en el arranque de este texto cómplice que hablaba con Riambau sobre el cine, pasión común, sobre su huella y eco en este presente. Esteve Riambau fue uno de los protagonistas de la puesta de largo de ‘En Flamenco, I Festival de Cine Flamenco y Etnográfico de Jerez’, proyecto sobre el audiovisual más genuino y vinculado a la raíz, a la tierra, a aquello que nos hace ser cómo somos, gracias a la colaboración que impulsamos con la Filmoteca de Catalunya, entidad que proyectó la versión restaurada de ‘Los Tarantos’, de Francisco Rovira-Beleta, una joya del celuloide con una Carmen Amaya inmensa, ya frágil por los atisbos de la enfermedad.
‘En Flamenco’ busca sentir el cine, quizá aquí resida la diferencia con otros proyectos. En el color de ese sentimiento, color, calidez e impulso vinculado a la tierra que lo ha visto nacer. Ese fue el lema de esta primera edición, una primera edición que abraza nuestra diversidad territorial y, muy especialmente la andaluza, ese algo tan nuestro consistente en ser cobijo para el otro. Ser palabra y pensamiento. Nunca antes tuvo tanta importancia esto. Nunca.
‘En Flamenco’ arrancó el pasado 22 de junio y se prolongó hasta el 26 de ese mismo mes. El primer baile corrió a cargo de David Trueba y Máximo Pradera gracias al documental ‘Si me borrara el viento lo que yo canto’, del cineasta madrileño. Desde esa primera jornada, se sucedieron numerosos nombres propios esenciales para entender el cine que estamos haciendo y el que vendrá, ese cine, insisto, que dialoga con el territorio, con la raíz como lengua universal –Jerez sabe todo sobre esta materia-, un cine que nos ofrece abrigo y diálogo. Benito Zambrano, José Antonio Hergueta, Gerardo Sánchez, Laura Hojman, Lois Patiño, Óscar Fernández Orengo, Karime Amaya, Pedro G Romero, Lupe Pérez, Rosario Toledo, Marta Esteban, Pepe Begines, Arcángel, Silvia Moreno, Daniel Llamas,… apabulla, ¿verdad?
Cuánto talento concentrado en esta sucesión de creadores, cuánta cultura y tesón guardan. Son patrimonio. Esta sucesión de nombres, entre otros, conformaron esta primera edición, ayudaron a construir un proyecto que ha venido para complementar y reforzar un modelo de ciudad que quiere y aspira a crecer a través de lo audiovisual, un audiovisual propio, como el color del sentimiento al que hacía referencia, para convertir a esta ciudad en uno de los puntos clave del territorio cinematográfico gracias a un festival que destaca por su singularidad y exclusividad.
A ese afán por construir -qué importancia adquiere el significado de esta palabra ante la intención torticera del que siempre quiere restar y destruir en beneficio propio- en torno al audiovisual, Jerez quiere sumar el indagar en el cine flamenco para ponerlo en primera línea, para llevarlo a cotas nunca antes exploradas.
‘Duende y misterio del flamenco’, de Edgar Neville, fue proyectada en el Teatro Villamarta. Todo un hito de lo cinematográfico. Un testimonio que relata la grandeza del flamenco con vocación universal. Esa debe ser el horizonte a perseguir. Un modelo de ciudad que construye y suma, que ofrece cobijo al creador que piensa desde el flamenco y lo etnográfico. Jerez, ese lugar hecho para sentir el cine.