Una de las viejas y más repetidas quimeras del Capitalismo actual, neoliberal, es que el individualismo es la clave del desarrollo socio-económico, aquello que por antonomasia define el grado de civilización. Independientemente del origen de estas creencias o (im)posturas, su generalización alcanza incluso la teorización histórica y política. De hecho, el individualismo formal se ha constituido como un derecho fundamental, con una resistencia casi mística inapelable. Ahora bien, cuando hablamos de individualismo, desde los sectores críticos al Capitalismo lo que pretendemos resaltar es la individuación consumista; partiendo de la base de la mercantilización de las diferentes categorías del sujeto —presupuesto base de la lógica neoliberal—, resulta contradictorio entender el individualismo como la realización de la voluntad práctica —entiéndase concretamente praxis— dentro de una supuesta autonomía moral y política. Intentemos acercarnos a la naturaleza propositiva de la falacia consumista: ¿la apertura de posibilidades de consumo enriquece, efectivamente, la realización de los sujetos en sociedad?
Cuando un sujeto se proyecta sobre un objeto, lo posee. En términos simbólicos liberales, el poder de compra o, al menos, la posibilidad de adquisición —aunque sea en un futuro lejano— supedita el consumo, el objeto, a la conciencia —decíamos autónoma— de aquel que compra. Pero, ¿cuál es la trascendencia material y psicológica a corto plazo de este presupuesto? El simple hecho de la proyección sobre un objeto lleva implícita una nueva situación, a saber: el objeto es la base del sujeto, paradoja nº 1; esto es profundamente contradictorio con el discurso capitalista donde el sujeto autónomo es la cúspide del Universo inteligible. Recordemos a Lacan cuando decía que lo simbólico debe entenderse en términos reales, físicos: el consumismo, a través de los medios propagandísticos de sobra conocidos, constituye un desplazamiento en el término más material posible de la voluntad y las necesidades del sujeto posmoderno; así, este desplazamiento se efectúa sobre unos términos y connotaciones relacionados con la necesidad de la sociedad de ser atraída hacia espacios de consumo que, paradójicamente, son en su mayor parte simbólicos.
¿Y por qué simbólicos? Porque la propiedad privada —paradoja nº 2— en el Capitalismo es absoluta y radicalmente mínima. Todo fluye en base a supuestos, créditos y usufructos de objetos cuya propiedad las más de las veces desconocemos. Conducimos vehículos y hacemos vida en viviendas con la conciencia previa de ser propiedad nuestra, aún cuando por medio de deudas y préstamos se nos sea legalmente enajenada. Esa verdadera propiedad, que no es más que un constructo capitalista, está a su vez supeditada a cientos de capitales inversores. Nada es nuestro porque sencillamente lleve nuestro nombre. La propiedad, en el sentido antropológico, ha dejado de existir como tal. Por tanto, démonos cuenta de cómo la praxis cotidiana se ve inmediatamente configurada por nuestro sentido de esa propiedad y el consumo simbólicos, y de cómo el objeto se sitúa en el centro de las preocupaciones y movimientos del sujeto actual.
¿Realmente necesitamos el consumismo desenfrenado? Seamos serios, cualquier reflexión sobre los hábitos económicos de las sociedades capitalistas nos indican que, efectivamente, sí necesitamos el consumismo. Pero no como un lugar por el que discurra nuestra autorrealización como sociedad, sino como síntoma de inestabilidad. El Capitalismo es una nueva forma de religión, decía Walter Benjamin, y ningún pirómano del FMI se propone desmentirlo. Actuaciones tales como tomar decisiones u opinar han pasado a formar parte del acervo consumista, no por su connotación económica sino debido a la voracidad del sujeto de participar públicamente, de tornarse diferente. Paradoja nº 3: el pensamiento, la opinión o el voto también han caído bajo el yugo de la compraventa, de manera que aquello que es atractivo, competitivo o único se reproduce por esporas mediáticas en redes sociales o mass media. El consumismo se ha naturalizado y convertido en una lente analítica incluso para las cuestiones más íntimas, como el sexo o la devoción.
Y cabría plantearse, llegados a este punto, multitud de discursos y posturas revolucionarias —o al menos reivindicativas— que no dejan de estar situadas en territorios controlados por ideologías que apoyan o forman parte inherente del sistema capitalista. Con esto quiero decir que la crítica fácil y desmedida, la política sustentada en la indignación y no en la reflexión, cae en el insondable pozo de la inutilidad. Son parte de aquel sector crítico necesario para el sostenimiento de todo orden. En otras palabras, el discurso revolucionario debe llevar a lugares donde exista una no-respuesta, no un debate. Desacreditar al sistema, no criticarlo. No plantear la respuesta correcta, sino la pregunta sin respuesta.
En épocas anteriores lo revolucionario y transformador consistía en acelerar, de manera dialéctica, el proceso histórico. Asumir las contradicciones como forma de superación y crear nuevos campos ideológicos que trasladar a la praxis. A día de hoy, sin embargo, lo verdaderamente revolucionario es lento. Es metódico. No corren tiempos fáciles para la conciencia colectiva y sí para la metamorfosis espontánea de la opinión pública. Lo único capaz de transformar conciencias ya no es sólo el campo económico, ni siquiera los medios de comunicación. Lo verdaderamente revolucionario es la rebeldía contra la cotidianeidad, la rebeldía contra la facilidad. Se trata, al fin y al cabo, de cambiar nuestros hábitos. DIARIO Bahía de Cádiz