Es bien sabido que al poder le estorban los límites y más aún al poder económico que se afana con empeño para impedir cualquier legislación que limite sus maniobras. Las leyes de los estados, incluso de las instituciones democráticas, pasan de largo, palidecen, se paralizan o retroceden cuando no se inclinan y se rinden ante las leyes del mercado. Los mercados pueden torcer el sentido de la ley e incluso cambiar Constituciones para colocar sus intereses, beneficios y tropelías por encima del bien de las naciones y el porvenir de los pueblos.
La Declaración Universal de Derechos Humanos quiso ser un límite a la barbarie, estableciendo unos márgenes de seguridad y reconocimiento para las personas y una guía para que los gobiernos legislasen con respeto y humanidad. Por un tiempo “Nosotros, los pueblos del mundo…” tuvimos un sueño y, en algunos casos, en algunas geografías humanas del planeta, se sintió el avance en los derechos.
Los derechos civiles y políticos parecían garantizados, mientras un cierto bienestar compensaba la ausencia de compromiso efectivo de los gobiernos con los derechos económicos y sociales cuyo disfrute se dejaba pendiente de los vaivenes del mercado.
Pero el mercado ya no es ese espacio público al que vamos a adquirir lo necesario, ni las empresas son el lugar en el que producimos bienes y servicios, útiles y razonables que mejoran nuestra vida.
El mercado capitalista, sin normas que lo limiten, es el lugar en el que se especula con las necesidades más esenciales de los habitantes del mundo –alimentos, salud, techo, escuelas, trabajo-, se hipoteca el futuro del planeta y con él a las generaciones venideras.
Jugando en ese mercado, el capitalismo de casino ha desatado esa estafa piramidal a la que llaman crisis; esa estafa ha generado mayor miseria y desigualdad que sumadas a la desfachatez con la que quieren que sigamos pagando su estafa a costa de nuestras necesidades genera protesta social, y la protesta social se puede traducir en cambios políticos, y los cambios políticos pueden poner freno a la avaricia y límites al poder de los mercados financieros. Y entonces es cuando la Declaración Universal de Derechos Humanos ya les parece un estorbo.
No hay un ahora concreto y actual en el que los poderes económicos y políticos comienzan a relativizar la vigencia de los derechos humanos, es un trabajo de zapa que lleva años configurándose y que ha ido manipulando coartadas como hitos de un retroceso.
Aunque el discurso tendencioso sobre la necesidad de ceder libertad para ganar seguridad ya era viejo, los atentados del 11S se convirtieron en el cabo del miedo con el que justificar la pérdida de libertades y derechos civiles, en realidad a cambio de nada.
La estafa de la crisis, por su parte, es la tormenta perfecta para sumergir y ahogar los avances sociales. Se han roto los diques de contención, todo está permitido; bajar salarios, aumentar la jornada, despido libre, salarios que no alcanzan para vivir, perder la vivienda a manos de los bancos y seguirles pagando, privatizar la sanidad, favorecer a la enseñanza privada frente a la pública, la pobreza infantil, la feminización de la pobreza, quedarte sin luz ni agua, la pobreza energética… la pobreza a secas, la pobreza a la intemperie.
“Si he perdido la vida, todo lo que era mío y resultó ser nada, si he segado las sombras en silencio, me queda la palabra…” Es el grito del poeta, la reivindicación de que estamos aquí y somos alguien, que tenemos el derecho a la rebeldía y la palabra como herramienta para cambiar las cosas a favor de la gente.
Y como dejarnos la voz les parece excesivo a los que se benefician de este sistema insano y desvergonzado, esgrimen nuevas leyes como amenazas, se trata de criminalizar la protesta, de poner una mordaza, de dejarnos también sin el espacio público sin el derecho a la calle, de dejarnos también sin la palabra.
Pero los derechos humanos son tan básicos, tan esenciales, tan sencillos; plantean necesidades tan cotidianas, tan evidentes, que la propia normalidad nos vuelve fuertes frente al sistema injusto y los corruptos.
Es tan fácil de entender; No tienen derecho a decidir sobre nuestras vidas. No tienen derecho porque tenemos derechos. DIARIO Bahía de Cádiz Apdha