Necesitamos volver a lo armónico de la naturaleza, a sentirnos parte de esa obra en movimiento, donde va impreso el amor, o la idea de un Creador en la mente humana. Es período de reflexión, de pensar profundo, ante un tiempo de endiosamiento, que todo lo contamina de elementos tóxicos. La toxicidad es cada vez más fuerte, más radioactiva, tragándose todo lo natural que nos circunda. Está visto que somos obreros de mal gusto. No respetamos ni las formas de vida silvestre. El impacto de las actividades humanas es tan cruel, en ocasiones, que nos estamos destruyendo a nosotros mismos. El planeta, por el que andamos más que viviendo, sufriendo la necedad de las mil vueltas y revueltas mundanas, también parece convertirse cada vez más en un inmenso campo de exterminio, en un grandioso depósito de desechos, en lugar de un colosal jardín de versos.
Nuestra casa nos la hemos merendado con gestos bárbaros, con el abuso permanente, con el derroche y el capricho de unos pocos. Deberíamos crear conciencia más poética que política, más de sentirse bien que de sentirse utilizado a cambio de unas migajas, cuando menos para frenar ese comercio ilegal que todo lo impurifica. Precisamente, nunca es tarde para celebrar ese recital de sentimientos, pues aunque se nos active una vez al año (el 3 de marzo: Día mundial de la Vida Silvestre), mejor es esto que nada. La onomástica nos lleva a celebrar, si cabe con mayor entusiasmo, la belleza y la variedad de nuestra flora y fauna montaraz. Advertir lo necesario que somos todos, alcanzar a vislumbrar la grandeza del ser y su palabra, disfrutar del instante y de los seres vivos con los que cohabitamos, alabar la existencia y el sueño de coexistir, siempre es algo liberador y entusiasta.
No podemos seguir siendo obreros decaídos, tenemos que continuar trabajando por una tierra más humana, más versátil, más de todos y de nadie. Lo salvaje también tiene su razón de coexistencia, de expresión de vida, cuestión que ha de hacernos meditar y ser más responsables, sobre todo a la hora de poner fin al comercio ilegal de especies de fauna y flora silvestres. Como tantas veces he escrito, ahora también digo que es el momento de la acción, de escucharnos todos, de alentar a los jóvenes y menos jóvenes, a proteger nuestro propio hábitat. Desde luego, las generaciones venideras no entenderán nuestra falta de consideración e irresponsabilidad. Si en verdad ponemos en nuestra agenda de buscadores, el compromiso de la coherencia con lo natural, seguramente seríamos más garantes de vida, que más que significado es deseo. No desear nada es como no desear vivir. A propósito, yo me quedo con la receta del poeta italiano Petrarca (1304-1374): «Es mejor desear el bien que conocer la verdad». Porque hallado el bien, sin duda, seremos todos más bondadosos.
Sea como fuere, olvidamos, con demasiada frecuencia, que tan importante como la actividad comercial y productiva ha de ser nuestro espíritu de cooperación, para poder custodiar el vergel. En esto nadie puede excluirse. Todos tenemos un papel a desempeñar. La pérdida de selvas y bosques es algo catastrófico, implica la pérdida de especies, además de una estética natural de la que somos inherentes los humanos. Ojalá pusiésemos freno a tantos innecesarios derroches verdaderamente degradantes. Quizás tengamos que ser más observadores de los diversos ambientes naturales para entender que, aquello que es poético, merece por principio un lenguaje preservador. Esos pulmones del orbe, tan crecidos de biodiversidad como de anhelos, por si mismos nos dan vida, son tan literarios que nos activan el alma. Por eso, es loable la labor de organismos internacionales y de organizaciones diversas, empeñadas en sensibilizarnos y en cooperar críticamente, utilizando legítimos mecanismos para que despertemos de nuestra engreimiento devastador.
Si en verdad fuésemos obreros de buen tacto y mejor gusto, tal vez haríamos un cuidadoso inventario de nuestros acompañantes, a fin de desarrollar programas y estrategias de protección, cuidando con especial esmero aquellas especies que están en vías de extinción. Para desgracia nuestra, estamos acostumbrados a crecer alocadamente, sin concierto alguno, lo que genera un caos tremendo de profanación visual, acústica, aparte de otros contaminantes de transporte, puesto que cada día estamos más congestionados por el asfalto, el cemento, el vidrio y los metales, en ausencia total de contacto físico con la naturaleza. Las ciudades parecen cárceles sin espacios verdes apenas. Todo se ha privatizado o se ha urbanizado al servicio de unos pocos, los privilegiados, que les importa nada el tema de la ecología.
Así, cada año, desaparecen millones de hectáreas de bosques y la degradación persistente de las zonas áridas ha provocado la desertificación. Hoy sabemos que los bosques son el medio de vida de alrededor de 1600 millones de personas, incluidas más de dos mil culturas; y, por si esto fuera poco, sabemos que en ellos habita más del 80% de las especies terrestres de animales, plantas e insectos. Por otra parte, de la agricultura dependen directamente 2600 millones de personas, pero el 52% de la tierra empleada para la agricultura se ha visto moderada o gravemente afectada por la degradación del suelo; no en vano, la degradación de la tierra afecta a 1500 millones de personas en todo el mundo. Lo nefasto de todo ello, es que continúa la pérdida de tierra cultivable. Inevitablemente, cada año se pierden 12 millones de hectáreas (23 hectáreas por minuto) como consecuencia de la sequía y la desertificación, en las que podrían cultivarse 20 millones de toneladas de cereales. En suma, que el 74% de los pobres se ven directamente afectados por la degradación de la tierra a nivel mundial.
Por desdicha, además hemos perdido toda sensibilidad. Nadie llora por nadie ya. Tampoco mejoramos en los gestos, lo que acrecienta el deterioro de la calidad de la vida humana, pues el medio ambiente mundial sigue deteriorándose y de qué manera. Ciertamente, no pasamos de las promesas y de las buenas intenciones, porque ahí están las disparidades mundiales que nos exigen actuaciones conjuntas, si en verdad queremos mejorar todos. Mientras tanto nos llama la atención la falta de entusiasmo por un mundo más ético, con mayor amplitud de miras y más coraje. El suelo, el agua, las montañas o los valles, han de estar para el disfrute de todos. Al igual que nadie se basta por sí mismo, las innumerables especies son todas necesarias, bien para complementarse o bien para servirse mutuamente. Todo está relacionado y todos los moradores hemos de ir en ese camino, entrelazados por la estética del poema, en una maravillosa peregrinación de conciertos.
Lo que ya en su tiempo le producía una inmensa tristeza, al novelista francés Víctor Hugo (1802-1885), era pensar «que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha». Con los años aún no hemos mejorado. Deberíamos poner más oído para advertir que todos somos únicos y necesarios, sin marginar a nadie ni favorecer a ninguno, pues si fundamental es un estilo de vida coherente, el avance de la humanidad también es una manera de vivir para los demás y por los demás. No podemos ser dominadores de nadie. Al fin y al cabo, ¿qué es el ser humano dentro de esta vida natural?. Puede que una quimera respecto a lo absoluto. O tal vez una estrofa viva con capacidad de latir. Por ello, ¡démonos amando!. Es lo que permanece. Copiemos el argumento de una silvestre rosa; que aún no siendo nada, sin embargo lo es todo, porque todo lo perfuma de luz. DIARIO Bahía de Cádiz