Sé que es asignatura esencial en nuestra vida de humanos, pero –para mí- está muy sobrevalorada. Prefiero una huida del parque donde acampan los frikis del salón Manga, que una escapada a tiempo de la Feria de Primavera.
No le veo la chicha -ya ven- ni a cumpleaños escolares, ni a despedidas de solteras, ni a la reentré de nuevas divorciadas, tampoco a todo tipo de celebraciones -más o menos- religiosas. Ni siquiera le saco el magro a que estos eventos suelen llevar aparejados el condumio, que no es poco.
Ayer sin más trazas me encontré de cicerone de los míos y un par prestados -albero arriba, albero abajo- en las intrincadas calles segueteadas de agua cimarrona. No es la feria en sí, es el ruido que no te deja escuchar ni un par de palabras. Les concederé que los de diez años, poco tienen que decir más que malgastar vida sobrada en risotadas y peticiones, pero hasta eso es mejor que el atronamiento de gente chillando, vestidos de fiesta, con ganas de armarla y pasar de todo. No es la mansalva de precios, ni las tómbolas donde no toca nada, no son los cacharros, que no sé si me da más miedo pensar en que se pueden caer o el vértigo que se me pega al paladar solo verlos emprender el vuelo. No lo es y lo es todo, la arena mojada, los caballos repeinados, los tíos de antaño sacados de naftalina y las folklóricas espigadas y embutidas en trajes como longanizas.
Qué pena de dedos meñiques apretando mis zapatillas, que no pisa suelo quien se merezca que me alce unos centímetros, más que mi podólogo calzándome plantillas. Qué dolor de cabeza contenido de otros años, apalabrado en los recuerdos y aun así, sin ganas, con desespero, la imagen de él presente e infinita, su voz cabalgándome por entero, desde la punta de los pies doloridos hasta el último pelo tieso, ese que nace en la coronilla donde los pensamientos le tienen preso.
Tampoco le gustaba la feria, pero aun así me la hacía comulgar porque le gustaba a los niños. Primero fuimos porque los mayores eran chicos y luego cuando se hicieron mayores, los trasladábamos a ellos y a los amigos, a pie de pista.
Luego pasamos a llevar a los pequeños, empezando de nuevo el ciclo.
Me he pasado una vida con él y ahora tengo que empezar a conocerme, para darme cuenta -ya en estos inicios- que soy una palabra fea que en Cádiz es un dicho, cuando hay alguien tan malaje que te amarga la fiesta. Me la decía en bachillerato el niño mono de un militar que parecía sacado de las fotos de la Falange. Ahora no me pillaría porque me he fajado y llevo una recortada pegada al espinazo. Me entenderán todos los que ostenten la soledad como una batalla perdida. Estamos en medio de la guerra sin que nos dé ninguna bala.
A mí no me gusta estar sola, pero sí gozar de los momentos de silencio -como ahora, en que ellos están en sus cosas- dejándome hablar con ustedes, saboreando el sonido de las teclas, una tras otras batiéndose en duelo. Son un regalo los amigos, sobre todo si son sobrados de inteligencia, con buena charla, comprensivos y divertidos.
Es una dicha estar vivo a pesar de no tener pareja que te quiera, gracias a ellos. Por eso me duele malgastar el tiempo, perderlo en boberías como reuniones sociales que hinchar las narices de pura alergia. No lo fue ayer esta feria, porque la viví con nuevos ojos, de diez años neófitos. Fue una buena experiencia. “Hay mucho ruido”- dijo Flo, confundido, con sus enormes ojos marrones taladrándome. Estuve a punto de decirle, que podía ir a peor, pero creo que lo entendió a la perfección porque los niños -ahora- nacen aprendidos, con los MB instalados para la lucha diaria. Nosotros no, que somos puro calco de emociones, trasgresores de la palabra, vividores por morirnos de asco, mientras vegetamos sobre un libro de pasta. Que es nuestra sangre tinta china sacada de calamar y resina de árbol que nos hace caldo, sin hueso de espinazo que la recortada se nos ve a poco que nos movamos. Acanutados y romos, cincuentones difusos, huidores de frikis menores y ferias, permanentes salteadores de bibliotecas. DIARIO Bahía de Cádiz