Hace unos días, mi amigo Eulogio García Romero (compañero de este medio) compartía conmigo una imagen demoledora: por la puerta lateral de una conocida residencia de ancianos de Cádiz, sacaban el cadáver de un residente, envuelto en una sábana, sobre una simple camilla. Ni una caja siquiera para albergar sus huesos. El olvido. La nada.
La fotografía, con la maestría a la que nos tiene acostumbrados Eulogio, capta un momento trágico y terrible, fulminante como un rayo. Razón y corazón desembocan en la reflexión tópica de nuestra insignificancia. Sabemos que somos insignificantes, y sin embargo, siempre nos empeñamos en complicarnos la existencia. La prepotencia de Occidente ante la muerte. La estupidez.
Solo somos algo mínimo, poco tiempo, y derramamos ese tiempo, a veces, de forma banal. Pero mientras somos algo, seámoslo con toda intensidad, y hagamos sentir a aquellas personas que nos rodean que no están solas. Y cuando La Parca llegue, recibirla con honor.
Es un consuelo. Es lo único que nos queda.
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Mi infancia es el olor de las rocas saladas en verano, y de los churritos del puesto de La Guapa que el abuelo y yo, después de coger cangrejos y lapas en La Caleta, desayunábamos por la mañana temprano, antes que nadie. Un café con leche, él, y un “tiznaíto” para mí. Después un paseíto hasta la Peña de Pescadores, un vino de aperitivo y “un fantita”.
Y así se nos echaba encima el mediodía aquellos días felices, cuando la muerte observaba desde lejos, sin atreverse a acercarse, sin tocarnos.
Así pasaban los veranos, y los años. Y nada sabíamos del silencio, ni del miedo. O quizás el abuelo sí. Pero nunca permitió que yo tuviera frío. Ahora sé que esas vivencias, solo las vivencias, tienen importancia. Nada más.
Sin apenas darme cuenta, el tiempo se hizo denso, pesado, molesto, llenándome los ojos de excusas como arena de la playa furiosa con levantera.
Hoy no puedo. No tengo tiempo. Mañana, el mes que viene, otro día, quizás, vaya a visitar al abuelo.
En la residencia, la misma habitación solitaria de todos los días, las mismas rutinas repetidas, la misma sala común donde todos comparten la soledad definitiva. Y las manos de la muerte, que ya sí se atreve, sobre los hombros de los viejos.
Ella juega con ventaja, porque nadie la mira de frente en la huida hacia adelante, a ciegas, por no reparar en la decrepitud inútil que estorba, en medio de la prisa.
No lo reclamó nadie. Lo sacaron por la puerta de atrás, cubierto tan solo por la sábana que debe ocultar el rostro indigno de todos los finales.
Lo cargaron a hurtadillas, para no agobiar a los clientes de las terrazas cercanas, para no incomodar a los turistas. Fue un discreto desfile en un furgón funerario. Y se borró el rastro. Y la calle recobró ruido suficiente para barrer la tristeza.
Esto es el frío, ¿verdad abuelo?, a pesar del verano, que conserva sus mañanas, y el mismo olor en las rocas saladas, y los cangrejos y las lapas.
Busco ahora las huellas, los pasos para irlos recogiendo, para unirlos todos, y guardarlos, y cubrirme los hombros para cuando note en ellos el tacto de los dedos últimos, para pedir perdón y acurrucarme en algún regazo, uno cualquiera, unas manos que me acaricien el pelo, unos labios que me besen la frente y no teman ver mi vida decrépita, mi rostro descubierto sin sábana que oculte que he vivido, y que sigo siendo yo.
La muerte nos observa, y se sienta con nosotros, de vez en cuando. Mejor saludarla, no darle la espalda y despejar los ojos, deshacer las excusas y abrazar, cuanto antes, al abuelo.