Este relato resulta ser tan cierto como la vida misma. Y sucedió en un atardecer del pasado día 10 de julio cuando caminaba por la calle Real hacia abajo. Y al llegar a la altura del espléndido edificio -ahora en ruinas- que albergó durante años como último inquilino, a la Cruz Roja Local. Encontré a una pareja de mediana edad, que procedían de Zaragoza. Estaban paradas ante el citado edificio y era evidente, que a pesar de su estado de conservación, se recreaban en él como pude comprobar más adelante, aunque debo confesar que sentí vergüenza ajena de su estado actual delante de aquellos visitantes.
Después de saludarme amablemente, me preguntaron si era vecino de ésta ciudad. Tras responderle afirmativamente, se interesaron en conocer cuáles fueron los habitantes de esa casa en el pasado -casa que les parecían señorial- llamándoles la atención: su estructura, la forja de los cierros y las siluetas de sus almenas.
Tuve que salir al paso, porque en ese momento, la mente ante la inesperada pregunta la tenía en blanco para poderles facilitar la información que me solicitaban. No obstante, les dije que su estilo era de corte renacentista, construido al parecer en los finales del siglo XIX o principio del XX y con respecto a sus habitantes; lo poco o mucho que de ellos conocía.
La respuesta de los visitantes ante el estado de deterioro de dicho edificio, la reproduzco: ¡Qué pena! En todos los lugares ha ocurrido algo parecido. Y a propósito de las vías, se interesaron por el tranvía -que también según me dijeron- se pretende instalar en Zaragoza. No hice comentario alguno, salvo que recogiendo la opinión de muchos ciudadanos, dividía a la ciudad y también dividía a la propia opinión del conjunto de los citados ciudadanos (pareciéndoles bien a unos y no tanto a otros). Y que no se trataba de un tranvía, sino de un tren-tranvía.
La conversación, cada vez discurría más amena y su pregunta final aparte de interesarse por la Plaza de Toros. Era que los acompañasen hasta la Venta de Vargas y el monumento a Camarón por si surgía algo que preguntarme, cosa que hice con gusto y hasta allí los conduje. Traté de informarles de -lo que no me preguntaron- indicándoles, que existía una ruta guiada por donde transcurrió la vida de Camarón hasta su tumba en el cementerio de la ciudad, que por cierto, ya habían visitado.
Me preguntaron por el futuro museo del Cantaor y en dónde se instalaría definitivamente. Les facilité la información que hasta ahora conocemos los isleños por los medios. Y quedé sorprendido de la que ellos poseían en este sentido. Me dijeron que el palacete de la Casa de Lazaga, lo veían muy alejado del entorno donde Camarón vivió su juventud y desarrolló su genial cante.
También me insinuaron que tal vez resultara más razonable, instalar el museo de Camarón en el edificio que albergó a la Cruz Roja, considerando ideal su enclave a la entrada de San Fernando por el mítico puente Zuazo, más cercano y abierto a los caños, a los esteros y a las marismas. Y por ende de la Venta de Vargas y del Monumento de Camarón.
Les dije que sus argumentos al menos, eran coherentes y respetables desde sus puntos de vistas. Respondiéndome que no bastaba instalar el museo en el mejor edificio que al parecer tiene la ciudad, aun suponiendo que así fuera. Sino en el sitio más idóneo y adecuado. Y en este caso, ellos creían, que -el mejor- no era otro, que el señalado antiguo edificio de la Cruz Roja por razones obviamente ya comentadas. Además, pude comprobar también -por sus insinuaciones- que evitaron hablar en profundidad, de lo que supondría para las arcas municipales, el coste del museo en cualquiera de los edificios citados, el compromiso por años con la familia del cantaor y la posible reclamación de beneficios económicos -si los hay- de la marca Camarón por terceros.
Finalmente se despidieron mostrándome no obstante su gratitud. Y confieso que no quedé del todo sorprendido de cuanto sabían, porque algo semejante, es lo que ocurre con nuestros jóvenes cofrades cuando se trasladan a Sevilla, que conocen más los detalles de sus hermandades, que los propios sevillanos. ¡Sorprendente, sí que fue en cuanto de interesante y coloquial tuvo todo lo narrado! Pero cometí la torpeza de no quedarme con sus identidades, ni tampoco con sus nombres siquiera. Lamentando no podérsela ofrecer al lector como hubiese deseado. Y por ello, sólo me queda para finalizar este inesperado relato, solicitar mi disculpa. DIARIO Bahía de Cádiz