Las gaviotas de Pinar hondo han abandonado la playa. Graznan desde la azoteílla del SúperSol a pulmón batiente a todo el que pasa. La avenida de la Libertad es esquiva con pasos de peatones silenciosos por lo que pasan profesores que se consumen al taconear el asfalto. Lo mismo las láridas se ríen de nosotros, que en estas fechas somos caldo de cultivo de idioteces. Si no díganme las reuniones de compañeros de trabajo a las que asisten -por motivo de fechas- en las que están locos por mandar a todos a hacer puñetas, de los jefes sonriendo a los que joroban la vida día a día o de amigas deseosas de dar el salto “la rana” con el marido de la prójima.
La vida es una paradoja que los simios banalizaron y por eso siguen comiendo bananas subidos a una mata mientras nuestros niños aprenden matemáticas en el ordenador sin pizca de ganas.
Lo mismo el señor de Marbella que voló desde un cuarto piso estaba harto de cumplir las reglas, de esperar a que todo saliera según las normas y le dio por volar al modo británico haciendo balconing por no encontrar sus llaves.
Lo mismo son los dispendios, la exaltación de festividades, las vírgenes llorosas fotografiadas en cadena, los escaparates repletos y el paso del tiempo en los ácaros de nuestras cejas.
El Padre Ángel ha patentado un invento muy viejo para dar de comer al hambriento, frase hashtag en tiempos post romanos. Se trata de dejar dinero en un restaurante modesto para que otro coma gratis en la cena. Sí, la fórmula es del pleistoceno, pero si funciona me parece genial, solo que es una pena que tengan que hacerlo.
No nos paramos a pensar como las gaviotas sobre el techo del supermercado, porque si lo hiciéramos lo mismo escupiríamos al cielo. No son los desgraciados visibles, no son sus caras fotografiadas, más que si un famoso se sienta con ellos –en estas fechas- a convidarlo de abrazos. Luego –ya conocen mi maldad- para mí que se desinfecta de miseria, del tufo de la calle y de cartones amanerados y vuelve a su maravillosa vida sin tener que pensar como las gaviotas que la borrasca se acerca a nuestras playas.
Si denotan acidez son las fechas y que “la Sombra” ya no está para quitarme el amargor de la boca con cálidos besos. Se me nubló el sol y las panarrias dejaron mi calle para libar tuétanos de mosquitos en otra parte. Las gaviotas no, porque ellas son imbatibles, luchadoras de patio de colegio, rescatadoras de bocadillos de chorizo aceitoso y lascivo, amalgamado por las manos correosas de un niño que no sabe lo que es el hambre -ni el frío- que regala la noche a un simio evolucionado.
Caerán algunos de ellos, no lo duden todos los años lo hacen, de hecho ya ha pasado en la Plaza de las Tortugas frente a los trasatlánticos de adinerados turistas que vienen a la Bahía a quitarnos algo de hambre. Los comerciantes lo saben, las madres lo saben, los niños lo saben, porque es un secreto callado a voces, una certeza nunca dicha porque no tiene nombre propio, la soledad, el hastío ni la pobreza.
Las gaviotas de Pinar hondo sí que los conocen por sus nombres, por sus pasos callados, por la ruindad de los cartones que los cubren, por el ritmo amargo de sus pasos cuando van llegando a por un plato caliente que la noche engancha en desgracia y viene cargadita de tristeza. Por eso se ríen de nosotros cuando vamos de paso para el colegio, porque sienten la rueda de la Tierra girando y solo ellas quedan, robadoras de bocadillos de chorizo eternos.
No pasa el tiempo en el colegio, en sus muros, en sus profes jubilados, ni en los niños corriendo, en el mismo simulacro de incendio. No es mala idea convidar a comida a quien lo necesite, rebozada de abrazos fraternales. No lo es sino una pena que no se fundan los escaparates, con tantas cosas inútiles almacenadas, tantos caprichos que no valen medio “te quiero”, una sonrisa o una voz ya perdida para siempre.
El gato chino rojo de mano alzada bamboleante les dice a las gaviotas que se armen de valor porque este mundo no es sino un mal viaje. DIARIO Bahía de Cádiz