Conste que no pretendo hacer un manifiesto en contra del progreso, la tecnología y la virtualidad. Qué tontería. Sería una hipócrita y una loca. Y sí, las redes sociales son un filón para los psiquiatras. No cabe duda. Es el “lugar” ideal para el trabajo de campo. Si Freud hubiera conocido Facebook, habría “flipado”, y perdonen la expresión.
Y es que el exhibicionismo y el narcisismo (entre otros “ismos”) llevados al extremo, llegan a convertirse en patologías dignas de amplios estudios y tesis doctorales.
Un fenómeno que me llama particularmente la atención es el de la “autofoto”, más conocidas estas fotografías digitales como “selfies”, voz inglesa que ya se ha extendido por todas partes.
De cualquier hijo de vecino a monarcas, políticos o cantantes, todos, alguna vez, han (hemos) sucumbido a la pamplina supina de posar con la función de autorretrato del móvil.
Unos, para mostrar su cara al mundo, simplemente. Y menos mal, porque qué sería del mundo sin conocer algunas caras…
Otros, para mostrar su cara, claro, pero con un fondo espectacular, extraño, distinto, o directamente “envidiable” para compartir en el muro y fardar.
Hay selfies para todos los gustos: cachondones, serios, elegantes (¿?), oscuros y desenfocados (ya no tanto, gracias a los milagrosos filtros de Instagram), inútiles (la mayoría), provocadores y con delito (fotografiarse sonriendo frente a la alambrada de Auschwitz no es muy ético) e incluso, selfies mortales de necesidad, como aquella familia que se precipitó al vacío en Cabo do Roca, en Sintra este pasado agosto, queriendo lograr la imagen de su vida. Gente para todo. Y un selfie para cubrir todas las “necesidades”.
Pero en serio, ¿qué necesidad tenemos de hacernos fotos, de hacer fotos, de todo, y a todas horas?
Antes, martirizábamos a los familiares y amigos poniéndoles el vídeo de la boda, del bautizo, enseñando sin tregua las doscientas fotografías del crucero por el Mediterráneo o la comunión de la niña. Ahora, martirizamos al mundo entero, y al tiempo, somos martirizados, bombardeados y aturrullados con millones de fotografías de gente que no conocemos, ni nos importa, ni nada de nada de nada. Pero que levante la mano el que jamás haya dedicado un rato a ver las fotografías de los viajes de aquella compañera de colegio que ha engordado un montón o las instantáneas que se hace el “ex”. Solo por saciar la pulsión cotilla, que todos tenemos en algún lugar de nuestras vísceras. Sean sinceros.
El acierto de Zuckerberg y otros seres sobrenaturales y demoníacos dedicados a movernos como ovejitas virtuales de un lado a otro, es que conocen bien la naturaleza humana, y su necesidad de impostura, de maquillaje. Y la complejidad de la arquitectura que conforma el “yo” (el self).
Mi admirado Carlos Castilla del Pino en su Teoría de los sentimientos, afirmaba que la imagen que el sujeto tiene de sí mismo, se basa en cuatro módulos y en función de los cuales elabora sus respuestas/propuestas, son el erótico, el actitudinal, el de la corporeidad y el intelectual. Y que con frecuencia, el sujeto oculta su debilidad o depreciación en alguna de su áreas ofreciendo al exterior una imagen exultante. Este es el dinamismo de la impostura.
Por eso, cuando nos hacemos un autorretrato, procuramos que el ángulo, la luz, los filtros, la sonrisa, la mirada, la indumentaria, el fondo, el color, todo, muestre lo mejor, en función de nuestro objetivo: el éxito, la ovación.
La moraleja, o la conclusión, si es que cabe alguna, es que podríamos poner el mismo énfasis en vivir y dejar vivir, esforzarnos en buscar el mejor ángulo, buena luz, los colores apropiados, y el escenario más adecuado para hacer más fácil la existencia propia y la de los que nos rodean.
Sería interesante invertir el poco tiempo que tenemos en mejorar las relaciones piel con piel, que en cientos de fotografías y búsqueda de aplauso o reconocimiento de cualquier tipo entre los contactos de la red.
Volviendo a citar a Castilla del Pino, “los seres humanos desde que nacen se esfuerzan por vivir y estar en el mundo”. Así que estemos, vivamos, luchemos y respiremos el aire. Más allá de la pantalla. DIARIO Bahía de Cádiz