En la puerta de Observación del Puerta del Mar, la gente se apiña con caras melancólicas. Es el efecto abandono que regala el hospital, las inclemencias de los pasillos, las batas blancas y verdes, asépticas a más no poder. Dentro no, porque traspasando la puerta, el equipo se magnifica, la gente vibra y amabiliza las situaciones, a base de profesionalidad y ganas.
Es un medio hostil lleno de erratas de la naturaleza que ellos, los que habitan esas batas, quieren erradicar sin que siempre puedan.
Somos una especie que mata por disfrute, que draga gargantas, que ve un telediario y sigue comiendo o chatea a la puerta de unas urgencias. Somos lo más grande y lo más pequeño, como los sirios que lloran ante las cámaras por ver si pueden atracar en la próspera Alemania. No les envidio ni les critico, la racionalidad me libre, solo les miro como hacemos todos, menos los de las cámaras o los idealistas que se ponen en primera linea, que no en su piel, porque el hambre, el miedo y la impotencia es solo de ellos, los que se disuelven tras unas alambradas sembradas de concertinas.
En Observación de Urgencias había mucha cortinilla blanca que no habilitaba más que intimidad, esa, que tan poco abunda en los hospitales, acostumbrados a lidiar con la cotidianidad del individuo, con sus vísceras, sin sentimientos, sino con enfermedades que trepan. Y sin embargo, había humanidad, había respeto, había sonrisas cómplices y hasta ánimos sobrados, con gente mal pagada y poco respetada, porque pasaron los tiempos de la educación y la admiración, y ahora todo se vende a bajo precio. Tras las cortinillas blancas, la muerte estaba pertrechada, en bocas que se abrían sin bostezos, sino con esa compulsión que nos regala la vida, ella tan perra, que nos seduce aún cuando no somos más que pellejos de esqueleto.
Fuera, el día emergía, el sol calentaba, y los pasos de peatones no eran sino cebras camufladas en la red urbana, para darnos algo de seguridad a los que penábamos de juanetes. La vida se imponía a cada paso, vibraba a cada paso, con tiendecillas que reculeaban las esquinas, supermercados con ofertas y gente trotando a ninguna parte.
El efecto abandono, lo padecemos los que envejecemos, los que tenemos la suerte de vivir para que otros nos sucedan, siendo testigos infames de ese trasiego que nos corresponderá más tarde o temprano, según las cuentas que la Parca haya hecho en nuestra agenda. Pero mientras, boqueamos día, sol y arena, y venteamos las narices con el aroma a mojado que nos imprime esa primera lluvia tan deseada.
Luego nos hartaremos como de los sirios, porque habrá lluvia de sobra y ya no será motivo de regocijo, sino de hastío y hasta de hartazgo. Como todo, como todos. Hasta los que esperan la hora de vistas en la puerta de Observación. Hasta Sonia que pelea con una sonrisa colgando de su cara, brillándole en las gafas metálicas. DIARIO Bahía de Cádiz