Susanita tiene un marrón pero un marrón chiquitín.
A ver, en otros sitios ha pasado y no ha pasado. Nada, quiero decir.
Me cuenta San Google Bendito (esto es rigor y váyanse a tomar viento las adjudicaciones de Aznalcóllar o la gestión histórica de la Zona Franca de Cádiz) que ya sucedió antes en otro lugar.
En un sitio céntrico, principal y mayor, conocido y reconocible. Y nadie se murió. Ni los cielos se hundieron ni las aguas se abrieron. Ni las montañas vomitaron fuego ni los alegres lugareños se lanzaban de los tejados. Lo que viene a ser nada.
No pasó nada. Rien de rien. Nada. Sobre todo, nada malo.
Es un lugar con un encomiable amor por la cerveza y sólo por eso merece respeto. Por compensar, es cierto que su mayor monumento es un diminuto querubín meón tan hortera como el que podría tener tu prima Puri en aquel salón indescriptible y despiadado. Pero el resto del país tiene sus cositas. De hecho, Brujas le echa un pulso en belleza a cualquier ciudad europea. Incluso a Puerto Real y La Línea de la Concepción. La Venecia del Norte la llaman, nada menos. Tiene esa nación tres idiomas y tres trozos que apenas se hablan (porque tienen distintos idiomas y para qué si no van a entenderse). Sus rollos y sus piques, más o menos como casi todos los viejos países de Europa. Fracturas, dicen los cursis. A falta de dinero a espuertas como Suiza, que también, tiene funcionarios a punta pala. De vez en cuando apaña una buena selección de fútbol (Eric Gerets tenía su aquel, chicas) y aunque parece gris, tristón y burocrático, nos une con buena parte de aquel país la pasión por el flamenco. Lo que pasa es que nosotros lo cantamos y bailamos. Ellos, lo hablan. Luego están los francófonos y los valones sin rima. Raros que son.
Hablamos de Bélgica, claro. Un país como otro cualquiera, me dirán ustedes. Una de esas naciones que nos dan igual a todos, como casi todas las del orbe planetario, pero que sin embargo ha dejado una gran lección al mundo. No es un hallazgo médico, ni un avance científico. No es el gofre, no. No se trata de un estilo artístico asombroso ni de una obra cultural impactante, universal. Se trata de algo aún más importante.
La pequeña y partida Bélgica, la intrascendente, la inane, fláccida y lacia Bélgica demostró al mundo que se puede vivir sin gobierno, que todo va mejor cuando las instituciones funcionan por inercia, con sus funcionarios y sus técnicos honestos y a sueldo, con su horario y sus planes, con sus ciudadanos cumpliendo su parte, con su responsabilidad intacta, imparable pero decapitada, descabezada de la mala testa de los dirigentes políticos.
¿Cabe mayor servicio al anarquismo mundial?
¿Alguien recuerda mayor exhibición subversiva?
¿Podemos o no podemos?
¿Cómo se dirá eso en francés?
¿Y en valón, y en flamenco?
No hace dos siglos ni fue en una galaxia muy, muy lejana. Está a menos de tres horas de avión. Sucedió entre 2010 y 2011. La muy honorable, desconocida e inapreciable Bélgica se pegó un año y medio sin poder formar gobierno. Que votaban y votaban y que nada. Que no salía. En ese tiempo tan oscuro, bajó el desempleo, subió la productividad, el producto interior bruto, el salario mínimo, la renta media de la gente…
Pues en esas está Susanita. Tres veces se ha encerrado. Tres veces lo ha intentado y nada.
Que no sale. A estas alturas, aunque a partir del domingo las posturas firmes se doblarán por los intereses, resulta inevitable soñar con volvernos belgas pero con manzanilla en vez de birra, con probar a estar un par de añitos sin gobierno, con el piloto automático, por probar, por mirar a ver, por si acaso.
Ya se sabe que aquí, en cambio, sería un riesgo.
Si se produjera ese vacío, dejarían el listón bien alto los representantes a los representados. Los conciudadanos, los trabajadores públicos, tendrían que mantener una labor que ha sido, en muchos casos, ejemplar. Tendrían que hacer las veces de esos parlamentarios y consejeros, de esos delegados y directores generales que han conseguido bajar, puntito a puntito, las cifras del paro en Andalucía. Las cogieron en niveles tercermundistas hace 30 años y ahora están en un porcentaje absolutamente comparable a Namibia o Nigeria.
Los andaluces tendríamos que autogestionarnos con la misma ejemplaridad que han mostrado nuestros mandamases estos años, con idéntica alergia al compadreo, el nepotismo y el trapicheo. Las que nos han mostrado nuestros diputados y sus colaboradores durante este tiempo. No será fácil. La tentación siempre está ahí. Sí, hombre, ahí, en el segundo cajón, en el sobre.
Si no tenemos gobierno, si tenemos que autogobernarnos, tendremos que pensar siempre en el bien común y nunca en nuestros propios intereses como nos enseñó Susanita, que puso fecha anticipada a unas elecciones porque la inestabilidad era insoportable, porque Andalucía se desmoronaba.
Necesitaremos, esos ciudadanos que haremos las veces de dirigentes públicos, compensar el trabajo de la oposición inexistente. Esa tan brillante, siempre amagando con ser gobierno y sólo frenada por la eficiencia de los gobernantes. Esa tan alejada de sectarismos religiosos, de intereses empresariales, particulares, privados.
Susana (que oye voces, la de los andaluces que le dicen lo que quieren y necesitan, sólo a ella) podría hacer caso a esos pocos que quieren jugar a ser belgas. Total, ya hemos sido andaluces un tiempo y a la vista están los resultados. Aunque ahora salga el Rocío, no son para tirar cohetes.
Y dijo el sabio que resulta imposible conseguir otros resultados sin cambiar el procedimiento.
Vamos a probar, a ver qué pasa, vamos a ser belgas un rato.
Quizás esa última palabra no es del todo afortunada. DIARIO Bahía de Cádiz
Yo creo que podriamos funcionar perfectamente con el piloto automático,incluso me atrevería a decir que mejor.