¿La turismofobia significa que los fóbicos me van a echar de Cádiz si me da por ir para allá otra vez desde Sevilla a respirar buen aire, sumergido en su reolina de calles cuando me hospedo en el Hotel Las Cortes de Cádiz? No creo, ¿verdad? Hay que distinguir entre el turista y el viajero. Cuando salgo de Sevilla lo hago como viajero, a mí me cuesta arrancar porque no me gustan los viajes y eso se nota más conforme cumplo años, normalmente voy para acá y para allá por cuestiones de trabajo universitario y, entre faena y faena, los profesores desarrollamos eso que llamamos “turismo académico” que tampoco me gusta y me libro de él en cuanto puedo.
El turista va a muchos sitios pero no está en ninguno y ahora menos con tanta digitalización. Estar, lo que es estar, lo hace el viajero o el reportero porque a pesar de cómo la joden los intereses de unos y otros, la profesión de periodista sigue siendo una de las cinco o diez más hermosas y necesarias del mundo. Ir es acercarse a los sitios típicos y hacerse fotos con un niño pobre en la India o con una mami negra en La Habana. Y tragarse esos rollos de los guías que son un perfecto ejemplo de la diferencia que hay entre información y conocimiento.
El turista recibe unos datos informativos y unas anécdotas, para eso no hace falta salir de casa, te montas un photoshop y das el pego con los amigos. Pero el viajero tiene que hacer dos cosas: una, leer previamente al viaje. Dos, que te acompañen fuentes de información rigurosas que te lleven por las venas de los lugares y te muestren sus glorias y sus miserias, que te hagan vivir con la gente de todo nivel, fuentes que te hablen de perspectivas históricas y de situaciones socioeconómicas.
Yo disfruto de una fuente de información especial en Cádiz, tiene los ojos azules verdosos, una melena rubia ensortijada y, a la vez, el empuje de quien nunca se da por vencida y la calma de la mujer madura. Se llama María Dolores Rubio, hija de nuestro inolvidable Manuel Rubio, quien no faltara ni una sola semana a la cita con su colaboración en este diario que ya tiene trece años, pedigrí, parece que fue ayer cuando cumplió los diez y nos dimos cita en Cádiz para celebrarlo.
Desde que María Dolores me llevó al mercado de Cádiz mi amor por la ciudad aumentó. Un lugar asombroso, rodeado por columnas con capiteles dóricos, ¿no es fascinante? En estos días, cuando en Sevilla las ranas van con cantimplora, a cien kilómetros tengo casi veinte grados menos y un airecillo que bien vale aguantar al levante cuando llega. ¡Qué ciudad universitaria nos estamos perdiendo si no la levantamos en la ciudad más antigua de Europa occidental!
Comprendo lo que late en el seno de la llamada fobia al turismo: el deseo de que no sigamos adelante con un mundo donde todo es un palenque de compra y venta y donde el sentido de la ciudad europea y del viajero europeo se quiere desterrar con el argumento de que los guiris dan dinero. Me alegro por aquellas personas que se ganan unos euros gracias al turismo pero qué pena depender tanto de un sector que cuando estalle otra crisis mundial nos dejará de nuevo con una mano delante y la otra detrás. Un 40 por ciento de los jóvenes en paro y miles de jóvenes en la emigración, ese futuro debería estar trabajando en I+D aplicados a la Bahía de Cádiz y a todos los lugares de España, no mano sobre mano o en Londres poniéndole pizzas a los turistas de allá.
Si me echaran de Cádiz los fóbicos no podría impresionarme y bajar la cabeza en señal de respeto cuando leo en la puerta de una casa: “Aquí dio su primer concierto don Manuel de Falla” y además me matarían la ilusión de enfrentarme con unos ojos verde-azules y una melena anárquica, abundante y enredada mientras se pone el sol en La Caleta y Fernando Quiñones nos enseña su barriga. DIARIO Bahía de Cádiz Ramón Reig