Si pierdes a un hijo por muerte súbita y poco después a otro porque se ha caído en un pozo y has estado diez días y diez noches esperando lo peor, ya no tienes motivos para seguir viviendo. No estamos preparados para que nos digan adiós para siempre nuestros hijos porque en ellos vemos nuestra propia prolongación en el tiempo y esa visión de un hijo o de un nieto nos ayuda a seguir adelante al tiempo que tal vez nos entristezca por la misma causa que a mí me entristece y al mismo tiempo me congratula disfrutar de mis hijas y mi nieta: no voy a ser testigo de sus alegrías y de sus preocupaciones, no voy a estar ahí para ayudarlas en lo que sea y aunque nadie es imprescindible a mí me gustaría echar una mano en lo que pudiera.
No sé lo que les dirán los psicólogos a unos padres que están pasando por el tormento que atraviesan los padres de Julen y de Oliver pero si estas dos personas no poseen un “Plan B” en la vida, esto es, otros motivos por los que luchar e ilusionarse que tengan tanta o más fuerza que sus hijos muertos, el sentimiento de que ya no quieres estar en esta realidad debe ser inmenso, devorador.
Nuestros prejuicios morales nos obligan a evitar que las personas que así lo deseen se marchen de este mundo con libertad, ahora ya no hablamos de seres que no han nacido como en el caso del aborto contra el que estoy abiertamente, no contra que existan leyes que lo regulen sino contra el hecho de destruir a alguien que no se puede defender. No, ahora estamos ante seres ya adultos que pueden decidir responsablemente sobre sus vidas.
Me acuerdo de una excelente película donde se puede estudiar el gran abismo que existe entre la cultura que nos damos para no autodestruirnos y la valentía de ser uno mismo, dueño de su vida, que no de la de otros, incluyendo al no nacido. Esa película es de 1996, se llama El último viaje de Robert Rylands y la dirigió una mujer a la que desde entonces admiro: Gracia Querejeta, con guión de ella misma y de su padre, Elías Querejeta. Ahí tienen ustedes enseñanzas sobre el suicidio, sobre la eutanasia, sobre la homosexualidad, ésta última no como asunto posmoderno que termina en lobbies de poder y en represión de la libertad de expresarse y de pensar como uno crea conveniente, no, esa película es lúcida y futurista y no hace más que recordarnos que en otros tiempos todos esos hechos se interpretaban de manera muy distinta a como los vemos nosotros en la actualidad.
Yo no soy psicólogo por desgracia porque la psicología es una disciplina indispensable para enfrentarnos con nosotros mismos y con la vida. Sin embargo, desde mi posición de estudioso de la sociedad y la Historia, les diría a los padres de Julen que, primero, esperaran, dejaran pasar el tiempo, y lloraran amargamente y sin pudor, que maldigan la vida todo lo que quieran, tanto lo divino como lo humano porque se han ganado el derecho a hacerlo; que estén unidos mientras dejan pasar el tiempo, que no se culpen de nada, que se rodeen sólo de las personas que sepan que los quieren de verdad y que aguanten, que aguanten con fuerza un tiempo que se den. Y que, aunque les sea extremadamente difícil, miren más allá de sus hijos desaparecidos.
Desde que Julen cayó al pozo me estoy planteando lo mismo. Mientras estábamos pendientes de Julen, muchos Julen lo pasaban muy mal en otros lugares del mundo, viajar a alguno de esos lugares es muy aconsejable tanto para hacerle frente a estas enormes desgracias como para rechazar tantas tonterías, propias de nuestro entorno mercantil. Yo he estado en algún sitio de esos y tengo clavados en mi memoria la mirada de un niño de raza negra que vivía –es un decir- en un poblado construido sobre una ciénaga, unas casas de madera, como los palafitos antiguos pero peor porque los palafitos no se construían sobre aguas fétidas, llenas de bacterias y virus. Aquel niño me extendió una lata para que le diera una limosna. He olvidado si se la di o no pero no sus ojos suplicantes y silenciosos, unos ojos que destacaban especialmente sobre su piel negra.
Más allá de Julen está el deseo de socorrer a todos los Julen del mundo, está el recuerdo de Julen y el arte, la creación de los seres humanos, esa parte de nuestra naturaleza que nos honra en lugar de envilecernos. Y está el mundo en general, por todo eso vale la pena vivir pero si es que lo consideramos oportuno, es decir, para intentar que nadie tenga que habitar sobre una ciénaga o para experimentar por ejemplo sensaciones cercanas al llamado síndrome de Stendhal –considerado en su acepción no patológica- al contemplar, escuchar, sentir, las obras de arte que en todas las ramas de la creación han concretado los seres humanos.
Lo que yo pediría es que todo esto se considerara a fondo, se viviera a fondo, y luego se decidiera si seguir en este mundo o irse uno a un destino aún más desconocido y misterioso que el que tenemos por delante. En pocas palabras, lo que yo reivindico es que cada uno haga con su vida lo que quiera pero con libertad, sin estar influido por aflicciones enormes que impidan decidir con toda la racionalidad posible. DIARIO Bahía de Cádiz Ramón Reig