Quien desee auto-ayudarse debe partir de una base elemental, contraria a las superficialidades que suelen leerse: el egoísmo lo mueve todo, el amor propio es el único amor que existe. Esta conclusión se fundamenta en la razón que llega sustentada por la experiencia, el estudio, el valor y la madurez, conducentes a ideas como “uno se vuelve sabio, irremediablemente” (Benedetti), “el hombre sabio es melancólico” (Aristóteles) -que no depresivo ni triste- o “no quisiera ser feliz a condición de ser imbécil” (Voltaire).
La teoría del egoísmo es antigua y evidente, un niño pequeño, cuando es consciente de su cuerpo, abrazará una misión principal en su vida: conservarse vivo él, en primer lugar. La cultura que inventamos sirve para reprimirle eso con la finalidad de que no nos autodestruyamos. Una mujer que queda embarazada segrega sustancias que la centrarán en su cría porque en ella se van a prolongar sus genes, un niño y una niña no poseen el mismo cerebro -por ahí empieza la endeblez del feminismo de oídas- y una de las mayores crueldades para con sus semejantes las vemos en los niños, cuando esto se pretende ignorar aparece la sociedad líquida que fabrica niños mimados, sin resistencia a los golpes del mercado laboral, por ejemplo, así como leyes permisivas, creadas por las familias y los estados.
La izquierda prefiere no ver esto y entonces se convierte en una especie de creyente fanático, beato de una imagen religiosa, que -ante la falta de fortaleza, capacidad intelectual y una ostensible debilidad- es capaz de matar si prohíben que su mito salga a la calle en procesión. En comunicación, si a los de un diario conservador hay que decirles que la monarquía y el capitalismo son el buen camino, a los de un diario de izquierdas es necesario proyectarles la idea contraria. Son lo mismo, en esencia: seres comunes, cohibidos, incapaces de asimilar que la vida se puede mirar como una ciencia y en ciencia, cuando unos postulados han sido rebasados por la razón y las pruebas, deben ser tirados a la basura en su totalidad o en parte. Pero, ¿quién se atreve a salir de su zona de confort?
Esta vida egoísta es apasionante y posee sus maravillas. Por tanto, la mucha o poca felicidad que podamos lograr no parte de lo que imaginamos que debe ser sino de lo que realmente es. Se trata, desde luego, de una felicidad intelectual que incluye a la que podemos llamar espiritual, a diferencia de la vida basada en imaginarios que excluye lo racional porque teme enfrentarse a sus retos. DIARIO Bahía de Cádiz