Para que se hagan una idea de mi nómada vida, desde que empecé mi primer curso de colegio de la extinta EGB hasta que acabé el extinto COU, pasé por siete centros educativos diferentes. En realidad fueron ocho, pero dos de ellos en la misma ciudad. A esas alturas ya tenía yo la querencia del cambio y decidí terminar el bachiller en otro distinto.
Nací allá por los principios de los sesenta en la cuenca minera del Nalón, en el verde y espectacular Principado de Asturias. Cuna de todas las Españas y lugar de origen de todos mis ancestros hasta donde yo conozco. Vengo a ser celta por los cuatro costados, ya saben: sidra, gaitas, mitología, bosques y montañas. Tengo más que ver en mis temas folclóricos con un irlandés, escocés o un bretón que con el resto de españoles, a excepción de los gallegos. Ya se sabe, gallegos y asturianos, primos hermanos.
Tras pasar de nuevo por Madrid, un añito por la pérfida Albión y otro paseando por el mundo (bendito Interrail) llegué a Cádiz a pasar un par de años y llevo veintiocho. Si cuento las tres casas en las que he vivido en esta provincia, dan un resultado de doce domicilios distintos en los que he habitado y diez ciudades en las que he vivido.
Las mudanzas y los cambios de colegio continuos eran norma en mi familia. Mi madre cerraba una casa y abría otra con total naturalidad. Se llevaba sus enseres, muebles, marido e hijos y ese era su hogar. Nuestro hogar éramos nosotros, mis padres, mis tres hermanos y yo. Y no, mi padre no era militar, era economista.
Muy al contrario de suponerme ningún trauma, creo que esta forma de vida me enriqueció bastante. Aún hoy en día, mi alma nómada me empuja a moverme y no concibo que mi hijo no se vaya fuera a estudiar cuando acabe el colegio. Me parece una enseñanza imprescindible en su formación. De momento, intento que viaje todo lo que el pecunio me permite. Cádiz es una maravilla, pero hay un mundo ahí fuera que debe conocer.
Lo que sí es cierto es que no tengo arraigo en ningún sitio en concreto. Mis raíces son españolas, mi idioma es el español y la mayoría de mi familia y amigos son españoles. Mi hogar, por ahora está en Cádiz, es decir, mi marido, mi hijo, parte de mi familia y parte de mis amigos. Me gusta estar aquí como también me gustó estar en todos los demás sitios donde he vivido.
Mi madre y uno de mis hermanos viven en Asturias, mi hermana en Cádiz y mi hermano pequeño en Ushuaia, Argentina. Tengo un marido gaditano que nació en Jerez de la Frontera y vive aquí desde los cinco años. Un hijo y dos sobrinos asturgaditas, un cuñado gaditano de ascendencia madrileña y cántabra. De mis dos sobrinas asturianas, una baila flamenco desde los cinco años con gran éxito de crítica y público. Con sus grandes ojos verdes y su melena de un negro intenso, mueve la falda de volantes como no sueña, ni de lejos, mi preciosa sobrina gaditana.
A mis asturianos apellidos se han unido apellidos muy gaditanos, franceses, ingleses y judíos. Hasta un “Monge” de la bisabuela Paca, emparenta a mi heredero con Camarón o con un primo suyo que debía vivir por el barrio de Santiago, en la capital del Sherry. “Esos ojos no podían ser de un payo” me repite mi amiga Belén Vega, bisnieta de Pastora Imperio y Gitanillo de Triana.
Me ha dado por pensar en todo esto tras leer en varios homenajes a poetas insignes, y en otros tantos discursos, que “un hombre sin raíces no es nada” o que “un hombre sin raíces tiene el vuelo corto”. Me ha dado por cavilar sobre la cantidad de grandes frases articuladas para justificar nuestra existencia o nuestro modo de vivir. El vuelo es tan corto o tan largo, como cortas o largas tenga uno las entendederas, creo yo.
Lo que sí parece claro es que no tengo raíces. Tengo piernas.
Cómo decía Lee Marvin en la ‘Leyenda de la ciudad sin nombre’: “Soy un ciudadano de ninguna parte y a veces, echo de menos mi hogar”. DIARIO Bahía de Cádiz