Las lluvias no se han llevado los orines fosilizados del verano, tampoco la ignorancia, ni la idiotez de algunos. Seguimos enganchados al plasma en vena hierática, sin darnos cuenta de que la vida nos pasa por encima conduciéndonos al abismo.
En el cole de mis niños están haciendo un trabajo de lengua sobre el hambre, recordándome el que hicimos -hace cientos de años- Amparo Butrón y yo, con tan aciago final como va a tener éste. Porque si los niños famélicos de África fueran transportados por el viento como el polen o la hojarasca cayéndonos encima, no los veríamos.
Cuánto menos cuando están tan lejos. Solo son foto de portada de alguna publicación que se desgastará las yemas de los dedos para conseguir miguitas, que no saciarán a nadie. Si nos cayeran los niños de las nubes como la hojarasca, las ranas proféticas o los pájaros muertos, lo mismo veríamos la necesidad que tenían de ser lo que nosotros somos. Mínimamente humanos.
Pero los niños mueren de hambre de forma callada y limpia, sujetándose las tripas vacías con las dos manos, igual que mueren los bombardeados tragados por los escombros. No es triste, es que no da grima escucharlo porque no es divertido como Gran Hermano, ni gratificante como el sueño de ver cada año gente cantando para llegar a ninguna parte.
Pero éste es nuestro laberinto de cobaya, nuestra comida de pienso y nuestra jaula dorada, tan amada que ni siquiera le vemos los barrotes, más que cuando nos atacan y nos rebanan el cuello a golpe de Telediario.
Nuestros coches derivan por las lluvias, tenemos que llamar al seguro, comprar botas de agua a los niños y cambiar la emisora para ver el programa de las cuatro, mientras nos jalamos una hamburguesa para luego irnos a la piscina a hacernos tres largos. Metiditas en carnes grasas, sin niño muerto que nos clavetee la conciencia, mas Marys ufanas de la vida, que nos lo hemos ganado, qué puñeta nos importa lo que pase al lado… la vecina con las broncas con el marido, el perro defecando en la puerta del colegio o que se nos haya olvidado la bolsa para recoger el zurullo.
Mientras no lluevan niños hambrientos, creeremos en la Navidad y en los regalos y en los premios que nos da el estar a este lado de la frontera, sin vallas que nos saetean las plantas de los pies. Solo encaramados a los parques de aventuras, a esas norias que siempre dejan en el suelo, o a las barquitas de pegote que te dejan mojado de agua estancada, sin tiburones, ni mareas, ni corrientes, ni frío que te hiele los huesos.
Nunca naufragaremos de nuestra vida, ni nos importará nadie a quien no veamos. Cómo, si nos la bufan esos a los que vemos todos los días y ni siquiera saludamos, cuando nos cruzamos con ellos en el rellano de la escalera o las cercanías de la panadería. DIARIO Bahía de Cádiz