Hay algo de cierto en lo que Seligman y demás psicólogos positivistas defienden: la felicidad tiene mucho que ver con uno mismo y con la interpretación y percepción que hagamos de la realidad. Pero no es menos cierto que también depende, en gran medida, del lugar del mundo donde hayamos nacido, de la familia en la que hemos crecido y de las personas de las que nos rodeamos.
Darse cuenta de todo eso ayuda a cargar la mochila y seguir adelante incluso en tiempos fríos y oscuros. Buscar la emoción siempre, bajo cualquier circunstancia, es el mejor camino para abrigarse, al menos para mí. El tan manido eslogan de “ser fiel a uno mismo” es cierto, aunque difícil de poner en práctica. Son sorprendentes las consecuencias cuando lo consigues y lo haces un modo de vida.
Nací en el seno de una familia de lectores empedernidos y los libros forman parte de nuestro paisaje desde mis primeros recuerdos. No hay para mi mayor consuelo y alivio que las palabras, no hay mayor emoción que encontrar un buen libro, un poema o descubrir un nuevo escritor. Me vuelvo del revés cuando leo algo diferente, cuando algo me araña los adentros.
Es todo suerte, la suerte de nacer donde nací, la inmensa suerte de tener a mi alcance, desde niña, una biblioteca inigualable y una familia en la que las tertulias formaban parte de nuestra rutina. Aprendí a leer, a razonar y a disfrutar en igual medida. Aprendí el valor de las palabras desde las palabras de mi padre. Tal vez la medida de la felicidad sea el hecho de ser capaz de darme cuenta de toda esa suerte, ese privilegio que me facilitó tan enormemente las cosas.
Muchas veces fantaseábamos con listas de libros imprescindibles y nos salían tantos que sería imposible ponerla negro sobre blanco. Cada uno tenía la suya, evidentemente, pero siempre había tres o cuatro títulos en los que coincidíamos.
Quisiera tratar de regalarles la lista de lo que yo considero, por una u otra razón, especialmente bueno y/o emocionante. Algunos tal vez leídos en la adolescencia o juventud no significarían hoy lo mismo para mí, pero en aquel momento me dijeron algo que otros libros no me dijeron. Voy a intentar guiarme por el estremecimiento, por la intensa huella que en un momento u otro de mi vida, sus palabras supusieron para mí.
Habrá muchos más que iré recordando y no entenderé como no los he incluido, pero estos son, al menos para mí, imprescindibles. Ojalá, si se animan con alguno, los disfruten tanto como yo lo hice en su día. Trataré de no incluir más de uno por autor, aunque normalmente si alguien consigue escribir un libro así, el resto de su obra ya merece la pena. No siempre, pero casi siempre.
-Cien años de soledad. (Gabriel García Márquez). El libro que más veces he releído. Cada párrafo de cada hoja es una maravillosa obra de arte.
-La Casa verde. (Mario Vargas Llosa). Impresionante maestría en el lenguaje y los tiempos. Redondo. Espectacular.
–Memorias de Adriano (Marguerite Yourcenar). Entre otras muchas cosas, una historia de amor como no vieron otra los tiempos. Seguir la pista a los recuerdos desperdigados por el mundo de Antinoo da buena muestra de ello. Hasta existe una ciudad con su nombre, Antioquia.
–El Amante (Marguerite Duras). Este nombre francés me persigue. Marguerite, Dama de las camelias. La Traviata. Fascinante es la palabra con que definiría esta singular historia de deseo. Abre la mente la Sra. Duras.
–El Espía que surgió del frio (John le Carré). Única en su género.
–No me esperen en abril (Alfredo Bryce Echenique). Tierna e hilarante a partes iguales.
–La Bendición de la tierra (Knut Hamsun). Único caso en que se otorga el Premio Nobel por una sola obra y no por su conjunto. Noruego con veleidades nazis, Knut Hamsun escribió una de las obras cumbres de la literatura universal. Simplemente maravillosa.
–Bomarzo (Manuel Mugica Lainez). Me di el gustazo de ir a Bomarzo tras leer el libro. Cerca de Roma habita su espíritu. Impagable.
–La Señora del perrito (Antón Chéjov). Uno entre los cientos de maravillosos cuentos del, para mí, maestro incuestionable del relato corto. También increíble la película que lo trasladó a la gran pantalla: “Ojos negros”, con Silvana Mangano y Marcello Mastroianni.
–La Colmena (Camilo José Cela). Esta y la siguiente duelen.
–Los Santos inocentes (Miguel Delibes)
–Los Aires difíciles (Almudena Grandes). Los personajes, la Bahía de Cádiz y los vientos que nos azotan. Toda una revelación. Esta Almudena Grandes es la que de verdad me gusta.
–El Invierno en Lisboa (Antonio Muñoz Molina). Tal vez la incluya por ser la primera obra que leí de Muñoz Molina. Las pondría casi todas aunque le tenga a esta un especial cariño al descubrirme al mejor autor vivo de este país.
–Bella del señor (Albert Cohen). Una novela sobre el amor que no es una novela romántica. Me impresionó. Excesiva, larga. Me encantó.
–A la sombra de las muchachas en flor (Marcel Proust). Una de las partes de “En busca del tiempo perdido”. Preferiblemente busquen la traducción de Salinas.
–Pedro Páramo (Juan Rulfo). Imprescindible para disfrutar de toda la narrativa latinoamericana posterior. Una revelación.
–La Ciudad de los prodigios (Eduardo Mendoza). Una de las mejores novelas de uno de nuestros mejores autores. Me gusta todo de Mendoza.
–Nada (Carmen Laforet). Araña el alma.
–La Regenta (Leopoldo Alas Clarín). Mi Vetusta del alma.
–Cyrano de Bergerac (Edmond Rostand). Aquí me rindo a Depardieu. Tal vez su prosa poética me hace valorarla sobremanera. No lo sé. A mí me mueve el piso, como dicen en Argentina.
–Noches Blancas (Fiódor Mijáilovich Dostoyevski). Una delicia.
–La Saga Malausanne completa (Daniel Pennac). A destacar “La Pequeña vendedora de prosa”. Los siete libros que componen la saga son sorprendentes. Leer en orden preferiblemente.
–Luz de Agosto (William Faulkner). Maestro inigualable, diferente. Fantástico.
Por último un libro de no ficción, Pura Alegría de Muñoz Molina, sobre el disfrute de leer. DIARIO Bahía de Cádiz