En el 2005 comencé mi “tiempo de servicio”, a la comunidad educativa.
He vivido muchas cosas, en muchos centros distintos, con muchas directivas diferentes y compañeros de toda índole. He metido mucho la pata, claro. No me considero una docente brillante, y nadie me ha enseñado a enseñar. No tenía vocación de maestra tampoco. Es la verdad. Nunca pensé que terminaría en un aula. Soñaba con escribir, con la gestión cultural o con cantar en un grupo. De todas formas, puedo llamarme afortunada, porque gestiono tinglados culturales, escribo lo que puedo cuando puedo y canto a veces, también, si me dejan, sobre todo en los karaokes preparados para el sufrimiento.
Bromas aparte, retomo la idea de que nunca jamás pensé que de mí dependería la vida (sí, como lo oyen) de cientos de adolescentes. Que yo sería el ejemplo a seguir del chavalerío que conformaría el futuro del país. No imaginé que servidora llevaría tamaña responsabilidad a cuestas.
Pero por lo visto, así es. Resulta que los profesores, somos de lo más importante, de lo más influyente, cruciales en el ciclo de la vida intelectual, afianzadores y constructores de los cimientos de la educación y los valores. Quién lo diría.
A mí nadie me dijo eso en la academia de oposiciones. No ponía nada de lo que me iba a encontrar, en ninguno de los setenta y cinco temas a estudiar, no me lo advirtieron en el examen escrito ni en la prueba oral, tampoco en el concurso de méritos ni en el recorrido “turístico” por toda Andalucía sin estabilidad ninguna. No había ningún consejo, ninguna advertencia en los muros contra los que chocaron mis esperanzas e ilusiones, nadie me explicó, jamás, que cuestionarían mi profesionalidad, ni que existían enfrentamientos con alumnos y padres (en mis años de alumna, los profesores eran admirados, jamás se les enjuiciaba por nimiedades).
Yo no sabía que iba a encontrar de vez en cuando, tanta tristeza y soledad, que habría falta de compañerismo en muchas ocasiones (vale, las menos), con nula empatía y sinsabores varios.
Tampoco caí que la profesión por la que luchaba a muerte estaba tan desprestigiada, ni que por el hecho de ser “funcionarios”, iba a encontrarme con una carrera de obstáculos (¿?). No sabía yo de la indefensión ante circunstancias adversas.
Pero todo esto me lo tomo, ahora que se cumplen diez años, como parte del examen práctico. Pruebas, y más pruebas, para ver si sirvo, si permanezco, sin soy capaz de mantenerme en pie a pesar de todo.
Imagino que ser profe es eso. Que nadie es profe, solo profe. Sino que se debe saber, además, batallar con todo, y aun así, mantener el equilibrio para poder transmitirlo, no solo a los alumnos, sino a cuantas personas estén alrededor. El equilibrio, dejando atrás los obstáculos, la incomprensión, las lágrimas, la frustración.
Todos no valen para esto, y se van a otra cosa. Vale. Mejor. Quedaremos los que estamos, de verdad, y vamos encontrando la vocación a base de tropiezos, y premios como los que he ganado yo: el cariño incondicional de un puñado de alumnos por año, no está mal (algunos son amigos para siempre). Yo no valía para esto. Me he ido curtiendo, y lo que queda.
Lo que sí me da rabia es el tono de paternalista de quienes me dicen a veces que los profesores somos “héroes”, porque estamos ante el peligro, y salvamos la vida (¿la propia?). Es un error. No se trata de hacer un trabajo que nadie quiere y cobrar a fin de mes. No se trata de soportar. Seríamos héroes de verdad si le diéramos la vuelta a todo esto, y lo mejor que pudiera pasarle a cualquiera en su existencia es llegar a ser profe, solo profe, alguna vez. DIARIO Bahía de Cádiz Rosario Troncoso