Amaneció un día azulado con presagios -en la lejanía- de lluvia. Ya en el súper pude ver arreciar a través de las lunas, confirmando que una vez más los meteorólogos se ganaban su sueldo.
Por el costado entró él, difuso y melancólico, exactamente igual que cuando lo veía por el plasma. Allí -cuando parecía muñequito escanciado por la publicidad, las modas y las idioteces de cerrar audiencias- me caía fatal y ni siquiera la pertenencia al mismo lugar me hizo perpetrar hacia él la más mínima simpatía.
Pero todo fue traspasar aquella puerta y volverse cotidiano que me encogió el alma como solo puede hacerlo un niño, ante un juguete destrozado.
Le apuñalaron por la espalda y aún cojea de ese lado con el pelo cano y la mirada infinita.
Es lo tópico de la televisión que engulle sin tragar más que músculos faciales y huesos leporinos de sonrisas congeladas en un instante, que se nos hace eterno porque nos parece que los idiotas pueden ser sabios y los desgraciados batir a la fatalidad.
Es gomoso ser marioneta de circo bien pagado y hacer el penco sin escrúpulos, cuando una productora te pone los billetes a caldo abierto.
Sobre todo porque es casi imposible no desearlo cuando te explotan por dos duros y te crees que tu especialidad, de ser más borde o más guapa o llorada de solemnidad, es cualidad indispensable para llegar y besar el santo de alzarte con la bolsa llena del premio.
Luego la vida -que es una perra resabiada- pone a cada uno en su lugar, y los pobres muñequitos rotos vuelven a casa sin ser Navidad, sino un inicio de diciembre lluvioso entrando por un costado en total anonimato.
No es la primera vez, no se crean que veo caras afamadas por el plasma descender a los vericuetos de la normalidad con problemas como tenemos todos de hipotecas, niños y facturas. No es la primera, ya les digo, pero me deja un sabor metálico de miseria, de caducidad, de hastío. Porque les engañan como a los patos de paso que solo tienen que seguir volando para llegar a la próxima parada, pero que el recamo de un cazador les hace voltear el vuelo, detenerse, cabecear y caer, embutidos por un plomillo en mitad de las plumas.
Son puñaladas traseras de otros que caerán a su vez porque solo la tierra nos espera, no la inmortalidad, ni la fama, ni la gloria eterna.
Solo seremos tierra mojada por el ritmo de los planetas, por la lluvia agorera y las ofertas de polvorones que nos hacen voltear el vuelo seguro, truncarlo y caer como idiotas, apuñalados por la espalda en mitad de la nada, sin saber qué hacer para preservarnos de esa burbuja enorme que nos asfixia desde que nacemos hasta que explotamos dentro de ella. Todos somos carne de cañón de imposiciones, de destinos trazados y vericuetos ya descubiertos por alguien que fue más audaz y nos quiere ahora cobrar el paso. DIARIO Bahía de Cádiz