Hoy quiero escribir una carta sólo para ti, que te levantas cada día, que piensas que ya es imposible y, tras el café del amanecer, buscas la forma de enhebrar una bufanda que te abrigue, al menos de momento. Sé que las cosas están difíciles, que el aguante es duro, el sacrificio extremo y, por más que siembras, la sequía es tal, que no paras de ver como se marchita tu huerto.
Por eso, quiero decirte, más bien contradecirte. Hablarte de la pena, esa pena que te abruma, de la tristeza que te asola, una vez cada siete días, siete días cada semana. Y sientes pena, de tu estado, tu condición o situación, de lo oscuro que percibes el futuro, con miedo a la incertidumbre, sin fuerzas para sostenerte. Créeme, si te digo que te entiendo, que sé cuáles son tus miedos, tu desánimo, tu tormento.
Y es que esa pena, con la que te compadeces, que te desanima y te somete, al enfrentarte a la realidad, no es otra cosa que la ‘vergüenza ajena’. La ‘vergüenza ajena’ que nos sigue por costumbre, una cultura folclórica de nuestros antepasados, que pelearon y caminaron, pero que también callaron, miles de historias, demasiados cuentos. Somos el único animal que siente ‘vergüenza ajena’, eso nos desalienta, sobre todo, cuando somos conscientes que se premia tanto la mediocridad y se apremia a la inteligencia.
Yo, como tú, siento pena. Es la ‘vergüenza ajena’ que me aplaca, dificulta mis sentidos y no me deja mirar más allá. Y me entristece el panorama, obligándome a apartar, una y otra vez, las moscas de Zaratustra. Pero pena, lo que se dice pena, siento de los que no creen en su gente, no apoyan tu proyecto y no son capaces de soñar. Siento pena de los que no persiguen cambiar el mundo, tomar café, leer un libro. Siento pena de los ignorantes vestidos de chaqueta, de los charlatanes del pesimismo y de los comparadores de lo demás.
Siento pena de los que ponen zancadillas y de los que te exigen mirar atrás. Siento pena de la cacatúas, de los agoreros, de los mezquinos. La ‘vergüenza ajena’ me conmueve, ante la falta de ayuda, el sin sentido, el rebaño. Pero pena, lo que se dice pena, siento de los que critican lo ajeno, de los que te dan lecciones, de los que te humillan. Siento pena de los que no practican el altruismo, de los castigadores, de los mentirosos. Siento pena de los que no me miran a los ojos, de los que no te hablan y de los que no te dejan avanzar.
Me dan pena los que predican que su tierra no hay talento y siento ‘vergüenza ajena’ de los que lo pueden llegar a pensar. Siento pena de los que no comprenden el amor, el sexo, entre hombres, entre mujeres, en pareja, entre personas. Me avergüenzan, además de darme pena, los maltratadores, por cobardes, por esclavos, del folclore, de su ego, de la fuerza.
Me invade la ‘vergüenza ajena’ cuando un reclutador no te contesta, con un sí o un no, y siento pena del que promete sin llegar a dar. Y es que, pena, me dan los que se ríen de tu fracaso, de tu esfuerzo, de tu furor. Me dan pena los conformistas, los temerosos, los aduladores. Siento pena de los que hablan de los emprendedores, comiendo y bebiendo, a base de su sudor. Pena, lo que se dice pena, siento con los que empequeñecen el futuro de mis hijos, de los que obstaculizan mi vida, mi ánimo, mi respiración.
Así, que ya está bien, que la ‘vergüenza ajena’ no te colapse, eso no es la pena. No sientas pena de ti mismo, que eso es la ‘vergüenza ajena’. La vergüenza que te come cuanto un tipo roba, la pena de saber de lo que será capaz. Siente pena de los que no conocerán tu fuerza, cuando te levantes, cuando decidas conquistar, sin supersticiones, sin miedos. Siente pena de los que percibirán tu éxito, tu alcance, y a la vez, sentirán ‘vergüenza ajena’ de su desgana, de su falacia.
Amigo mío, amiga, esos, derrotistas, sí que dan pena y, su séquito, vergüenza ajena. DIARIO Bahía de Cádiz Vicente Marrufo