Seguimos en jugo placentario comiéndonos los meconios. Seguimos con los ojos hinchados, fijo en el útero materno, que no es más que carne sanguinolenta y hueca. Seguimos dando vueltas de campana para recolocarnos en este mundo, en el que se busca explorar otros planetas, porque al nuestro se le agota la cuerda.
Consumimos hasta en eso, derrochamos hasta en eso, porque tenemos los párpados hinchados de tanto ver basura que comernos.
Los caminantes no nos acechan tras una puerta cerrada, sino tras vallas fronterizas y concertinas que devoran esperanzas, como los desterrados devoran recursos que no queremos compartir, porque son solo nuestros.
Estamos cómodos asentados en nuestra rutina, que consiste en envejecer y hacernos cenizas de crematorio o pudridero de cementerio. Los recuerdos que acumulamos no son sino baratijas de faraones de tres al cuarto, metros comprados al banco, por los que te partes las espaldas y peleas con los vecinos. La entrada, el buzón que te inundan de porquería o las micciones del fin de semana, te dan para echar el rato, mientras escurres los vasos de cristal en tu bolsillo, botín gratificante que te hace olvidar el lastre que es sacar a orinar al perro.
Si nos expandimos, hacemos dieta y si encogemos, vamos al gimnasio. Allí hacemos amistades que están tan obsesionados como nosotros por el culto al cuerpo, que no es sino una prolongación de otros dioses a los que adoramos, como al del coche con más potencia, la moto que más farda o las Lolas que mejor se embuten en un escote de la cuarenta.
Cuarenteamos con las comuniones de los niños que se van haciendo mayores, y ahora, se transmutan y empiezan a espinarse y a criticarnos, hasta en la forma de poner el canuto del excusado. Sus amigos se convertirán en tus enemigos, porque los correrán de tu casa a otros lares donde se beberá, se fumará y tendrán sexo sin preservativo ni ganas, todo en plan comuna de los 60, porque la adolescencia es la izquierda más pura y la menos trabajada.
Te unirás a los de los párpados hinchados de no llorar, a los de las bocas torcidas de quejarse y a los del bolsillo roto por gastar en impuestos, en recortes, en comida, hipoteca y otras necesidades. Gastarás al fin como tus vecinos, como tus cuñados y como tus amigos, por encima de tus posibilidades, porque si no, no estás en el clan del oso mamario, conjuntado con sus accesorios de carajote y mascabrevas. Los días de lluvias, te disgregas cada vez que ves a un pringado. Le pasas con el coche a sesenta, cuando deberías ir a treinta y te ríes como loco y el sonido estalla en el techo del coche impagable, empeñable y vendible, antes de que te lo embarguen.
Seguimos en jugo placentario, solo que ahora tenemos deudas, los amigos nos joroban y el face se ha convertido en una herramienta de sacarse la mugre de las orejas. Todo está visto, todo es compartible, menos los abrazos y las sonrisas de media tarde o a la entrada del instituto. O los ramos de flores robadas a cualquier valla afortinada de esos chalet que salen en las películas.
Seguimos con los ojos hinchados de todo lo que nos hemos perdido, en esta ya media vida que llevamos, sacando la lengua como los perros con la cabeza fuera de la ventanilla.
Seguimos dando vueltas de campanas para llegar a ninguna parte porque no hay puerta de salida, ni éxito que dure más que la pudrición de la carne. No hay medalla que valga una guerra, ni concertina que no seque la felicidad.
Consumimos por olvidar la humanidad que hemos perdido, la severidad de nuestro propio aliento, de la voz que derrochamos con gritos sin sentido, metidos en un agujero. Subiremos los perfiles y daremos al me gusta por capricho, por desdén o ganas de acurrucarnos y que no nos miren, porque estamos embutidos en una piel, que se nos cae a trozos. DIARIO Bahía de Cádiz