Vuelve a surgir, como si se tratara de magia negra, el debate acerca de la legitimidad e idoneidad de los pactos en política institucional. A mí personalmente me asombra que a la gente le asombre la existencia de esos mecanismos, y me hace preguntarme varias cosas: ¿es que la gente no ha vivido en este país en los últimos treinta años?, ¿es que realmente nadie sabía en qué consiste un pacto, y que es algo más que repartirse sillones? Y en el caso de que las anteriores sean negativas, ¿acaso lo ilegítimo no sería quejarse del pacto, y no el propio pacto? Les recuerdo que los políticos nacen de una sociedad, que son ustedes.
El pacto entre partidos es algo no sólo recurrente, sino históricamente muy útil. Y parece que esto sigue dudándose, incluso entre la izquierda. Muchos de los grandes avances en el último siglo se han dado gracias a acuerdos, donde, si bien nos resulta negligente transigir con ciertas cosas, tenemos que recordar que nos movemos en un proceso dialéctico: un pacto puede ser una síntesis… o una antítesis. Puede ser una conclusión pacífica o puede ser un pulso. No lo perdamos de vista.
Ante todo, pedagogía. No podemos ir con el discurso hipócrita de que los partidos no pueden moverse al margen de la ciudadanía, porque no es cierto: un partido es una organización donde la ciudadanía puede, o no, afiliarse y en consecuencia tomar decisiones. Y esa organización tiene unos objetivos y normativa propios, porque para algo es su trabajo. Si consideramos que debemos intervenir en el funcionamiento interno de un partido, la solución es sencilla: afiliémonos todos juntos. De lo contrario, estarán conmigo en que es una postura vaga y caradura[1]. Bien, una vez concurridos los resultados electorales, esas organizaciones lo poseen y administran como en su propio seno quieran: no tenemos derecho a reprocharle al PP que sus responsables son antidemocráticos, ni al PSOE que no sepa qué decidir, ni a Podemos que cambie cada tres días de opción, ni a Izquierda Unida que toda decisión pase por asamblea general, por una sencilla razón: un voto es delegar decisiones. Ustedes deciden que ellos deciden. Y no es bueno ni malo, es algo que si a ustedes no les gusta pueden cambiar. ¿Saben cómo? Afiliándose a un partido.
Con respecto a los pactos, es exactamente lo mismo. “Que gobierne la lista más votada”, dicen. A mí me suena igual que cuando dos adolescentes se ponen a hacer ruido con las motos pero no terminan de arrancar y largarse. Volvemos a lo mismo: si ustedes delegan en los partidos la posibilidad de decidir qué es más oportuno, ellos, que realizan su propio trabajo, y no ustedes, valorarán cuáles son las circunstancias. Y si consideran necesario pactar para expulsar a un tercero y pueden, tal vez ese tercero no tenga la mayoría, ¿no? Si usted obtiene tres y mi compañero y yo dos cada uno, usted, sencillamente, no es mayoritario.
Y si no le gusta, afíliese a un partido y láncese a la aventura. Y si ya pertenece a un partido y no le gustan los pactos, considere que tal vez se ve sobrepasado, y que con su partido ya no quiera pactar nadie. ¿No es cierto, simpáticos compañeros del Partido Popular?
[1] Esta es la razón por la que a la clase media le encantan las primarias abiertas: pueden alejar el fantasma de la culpabilidad por no participar en nada sin ni siquiera moverse de casa, y considerarse aún así con mayor dignidad que un militante corriente sencillamente porque no caen en la «cerrazón» de pertenecer a un único partido. DIARIO Bahía de Cádiz Pablo Alías