Hace unos días vino a visitar la ciudad un viejo amigo de la facultad que nunca había estado en Cádiz. Cuando me anunció su llegada, como no podía ser menos, quedamos para vernos y que de camino yo le enseñara la Tacita de Plata.
Nos habíamos citado en la puerta del flamante hotel en el que se alojaba, situado en el que hasta hace unos años fue el Instituto de Valcárcel. Una vez se montó en el coche, fuimos en dirección al parque Genovés. Cuando vio la rebosante vida y la estructura de la escuela de Náutica quedó sorprendido; lo mismo le ocurrió cuando pasamos por el Olivillo, que lucía impecable y lleno de vida, con gente entrando y saliendo sin cesar.
Ya estaba bien entrada la mañana, así que decidimos tomar un tentempié. Como yo soy beduino, lo llevé a una cafetería elegante y preciosa, situada entre varios comercios y una zona ajardinada, ubicados todos en el terreno que anteriormente ocuparon Radio Juventud y la Delegación de Gobierno.
Como ando algo ‘cambembo’, después de tomarnos un café con pan y tomate, le dije que tenía que pasar un momento por casa para recoger unos papeles que necesitaba. Cuando entramos por la calle Ciudad de Santander, se quedó impresionado al ver el pabellón Fernando Portillo, de diseño vanguardista y muy llamativo. Le expliqué que tenía piscina y hasta aparcamiento subterráneo y le prometí que se lo enseñaría la próxima vez que viniera.
Tras recoger los documentos, proseguimos con la visita guiada. Nos reímos mucho porque mientras yo subía a casa, él vio pasar a mucha gente con una bolsa negra y un maletín. Le expliqué que serían seguramente abogados, puesto que al lado de mi calle, en lo que fue una parte de la Institución Provincial Gaditana, estaba la impresionante Ciudad de la Justicia, que reunía a todos los juzgados antes dispersos por diversos lugares de Cádiz.
Cuando me comentó su interés por ver cómo era un Puerto Deportivo lo llevé a Puerta América, donde además de las instalaciones, hicimos una visita al museo del mar que alberga un edificio enorme que le llamó la atención. También le comenté que los pantalanes llegaban hasta el otro extremo de la ciudad, porque Cádiz tenía déficit de plazas y se ampliaron las zonas de atraque.
Como quería conocer un poco la Bahía, hicimos un viaje de ida y vuelta en “El Vaporcito”. Se quedó muy impresionado cuando le expliqué que hace unos años se hundió y que gracias a la diligencia de todas las administraciones, lo repararon en un tiempo récord, como debía ser, que para eso es un icono de la ciudad.
Una vez de regreso, volvimos a coger el coche para darle una vuelta por el paseo marítimo. Quedó maravillado con la playa y con el parque perfectamente cuidado que había frente a ella, repleto de niños jugando y de adultos haciendo deporte, aunque como es supersticioso, no quiso entrar cuando le dije que aquel lugar fue durante muchos años el cementerio de Cádiz.
Tras llegar al final del paseo marítimo (previa parada en la Residencia del Tiempo Libre en la que estaban sus abuelos), me pidió que saliera por el puente Carranza para hacer una foto de la ciudad desde allí. Evidentemente, no pude negarme. Una vez cumplido su deseo, seguimos por la carretera buscando una oportunidad para cambiar de sentido. Por el camino, me preguntó que qué era esa nave roja tan grande y rodeada de un césped inmaculado en el que varios trabajadores se tomaban un bocadillo, mientras que el flujo de entrada y salida era constante. Le conté que aquello era una factoría llamada Delphi y que allí se fabricaban piezas de coches. Un poco más adelante, quedó impresionado ante un gigantesco polígono industrial con una enorme actividad y le comenté que lo bautizaron como Las Aletas.
Ya de vuelta en Cádiz, le llamó la atención una zona del fondo sur del Carranza que estaba muy iluminada. Le expliqué que era un hotel que habían construido en el mismo edificio del estadio.
Como sigue siendo igual de caprichoso que cuando teníamos 20 años, se empeñó en dar una vuelta en el tranvía y pasar por el puente de La Pepa montado en él para contemplar las vistas, que desde luego son espectaculares. El hombre, que siempre ha sido un poco despistado, se cortó en la mano con un tornillo saliente de una barandilla, que le hizo una herida bastante fea. Tras un rato de dimes y diretes, accedió a que lo llevara a la Zona Franca, al nuevo hospital, donde lo atendieron en Urgencias en menos de cinco minutos.
Como no quedaba demasiado tiempo para la salida de su tren, lo llevé a la estación, donde dedicamos nuestro último brindis al Ayuntamiento, la Diputación, la Junta de Andalucía y a los diversos gobiernos centrales por haberse preocupado tanto por Cádiz y por su demostrado interés en mejorar la ciudad.
Poco después, la megafonía anunció que el tren dirección Madrid iba a efectuar su salida en pocos minutos. Quise acompañarle hasta la puerta del vagón y esperar su salida, pero una señorita me dijo educadamente que no se podía pasar de esa zona a no ser que tuviera un billete del AVE, como era el caso de mi amigo. Así que nos dimos un abrazo y nos despedimos, prometiendo volver a vernos pronto.
Sonó una bocina indicando que el tren iba a efectuar su salida, pero su sonido no cesaba, así que tras unos segundos de desconcierto, me di cuenta de que estaba en mi cama y no en la estación. Abrí los ojos y me di cuenta de que la bocina no era tal, sino mi despertador.
Y como dijo Calderón de la Barca, “los sueños, sueños son”. DIARIO Bahía de Cádiz