Sólo los pobres de imaginación y de espíritu se conforman con el cemento del paseo marítimo, como un fácil y gratuito miradero al alcance de todos los ojos. Los gaditanos, en general, desde los tiempos fundacionales, continuamos buscando preguntas y respuestas en los horizontes lejanos de la mar.
La vigilancia de nuestro entorno se tornó inquieta y desasosegada a raíz del asalto inglés de 1596, en el que prácticamente toda la ciudad fue saqueada y quemada. Sufrieron el fuego 290 casas, la Catedral, la Compañía de Jesús, el monasterio de monjas de Santa María, el hospital de la Misericordia y el convento de la Candelaria; y quedaron abandonadas 690 fincas. En 1605 solo tenía Cádiz 2.000 habitantes, pero un siglo después, la población se había multiplicado por 20.
En la segunda mitad del siglo XVII ya había torres y miradores en las construcciones civiles, aunque fue a partir del XVIII cuando proliferan con el incremento de la actividad constructiva. En la maqueta de Cádiz que se realizó entre 1777 y 1779, aparecían 160 torres miradores y pese a que una ordenanza de 1792 las prohibió, alegando el temor a los temblores de tierra y a la imagen recargada de edificios de la ciudad, siguieron construyéndose nuevas torres buscando la trampa de la norma. Algo así como cuando durante la fascista dictadura franquista quedaron prohibidos los carnavales y se denominaron ‘fiestas típicas’.
Hace unos años, quedaban en Cádiz nada menos que 126 torres, que historió y catalogó a la perfección hace un par de décadas Juan Alonso de la Sierra Fernández, en un libro que publicó la por entonces Caja de Ahorros de Cádiz y que prologó Teodoro Falcón Fernández, que calificó ese estudio de “maduro y magistral”.
En el siglo XIX escribía Blanco White: “… Cuando se empieza a vislumbrar desde lejos a los altos miradores y a los altos pináculos de cerámica vidriada parecida a la china, que adornan los pretiles de las azoteas, estas aéreas estructuras , fundiéndose a veces con el lejano brillo de las olas, produce el efecto de una ilusión mágica”. Y Delacroix, exclama: “¡Qué hermosas las torres bajo la luz lunar!”.
Juan Alonso de la Sierra, en su monografía, clasificaba las torres en cinco modelos: de terraza, de sillón, de garita y de sillón – garita (pertenecientes al periodo barroco) y las posteriores realizadas a partir de la prohibición de 1792, ya dentro de las normas neoclásicas.
Las más antiguas que se conservan en Cádiz son las del edificio levantado por don Diego Barrios, en el año 1685, en la que después fue Plaza de San Martín. De finales del siglo XVIII es también la situada en el número cinco de la calle Cristóbal Colón. La más famosa, construida en la parte más alta de la ciudad, es la conocida con el nombre de Torre Tavira. Y el ejemplar más singular y llamativo, se encuentra en el número trece de José del Toro, con una abigarrada decoración cerámica.
Desde nuestras torres, todo es hermoso, azul, limpio como en el pasado. Pero mirando desde abajo, de espaldas al mar, se tiene la penosa impresión de que la ciudad no ha terminado de ser aseada y restaurada después de los asaltos y asedios de hace siglos, por muchos maceteros o pancartas que coloquen. DIARIO Bahía de Cádiz