Medias noches con sobrasada. Batiditos de fresa y vainilla. Tarta de chocolate de El Bonsai. El mundo cabía en el salón de mi casa de la Avenida Segunda Aguada, frente a la Gasolinera África.
Todo lo sencillo era lo fundamental para ser feliz. Y mi cumpleaños, cada diecinueve de julio, era el acontecimiento del verano. La ilusión en una piñata llena de cachivaches de plástico de colores, los de la infancia, antes de desparramarse, con los sueños, por el suelo.
No había más ansiedad que los nervios por abrir pronto los regalos que se amontonaban en mi cama, para el momento de soplar las velas. Y eran días gloriosos y azules. Daban igual las tórridas calles. Desconocíamos los valores bursátiles (ahora también), no sabíamos lo que significaba la palabra “desahucio”, por ejemplo. Y éramos felices. Ignorantes y felices, como deben ser los niños.
Lo de vivir en los “mundos de Yupi”, se inventó en aquello época, claro, como está mandado. Y muchos conservamos ese espíritu, incluso los que se meten en política.
Lo simple, el ritmo natural de las cosas, la crema Nivea a pegotones en los cachetes colorados por el exceso de sol en la playa de enfrente, la de Isecotel, donde las barquitas. El olor de las patatas fritas, las mejores del mundo, las que se comían en la arena, cuando los amigos y los primos conformaban el universo pequeño donde nos sentíamos seguros. Sin ninguna prisa por crecer.
Me van a perdonar, pero recién apagadas las treinta y siete velas de mi diecinueve de julio, tengo nostalgia de lo simple. Mal de melancolía y mal de amores.
Mal de amor perdido, por unos tiempos que siempre se recuerdan como mejores, y que se idealizan, como se idealiza al primer novio, y se retiene el sabor de los primeros besos. Todos los años me ocurre más o menos lo mismo, y según me cuentan los que me llevan ventaja, la cosa va a peor. A más velas en la tarta, más nostalgia, más melancolía, más mal de amores. Habrá que acostumbrarse, y asumir que el tiempo pasa, y que los cambios son inevitables. Depende de nosotros recibir, lo nuevo que viene, con suspicacia, o con alegría. Todo es ponerse.
De momento, me voy a permitir “disfrutar” del placer de este sufrimiento. Una mijita masoquista que es una, qué se le va a hacer. A seguir soñando con los veranos de El Coche Fantástico, y el Frigurón, a recordar toda su dulzura, aunque escueza (lo que más escuece es ver lo que queda de Michael Knight, y sobre todo, lo que duele es que ya no exista el mítico polo azul de sabor a piña). Continuemos la colección de recuerdos, para volver a ellos, para buscar en ellos cuando la pena caiga sobre nosotros, como diría Luz Casal. La nostalgia de lo simple, la añoranza de otros tiempos, es señal de que se han vivido. DIARIO Bahía de Cádiz Rosario Troncoso