Decía el inolvidable dramaturgo y novelista irlandés, Oscar Wilde, que «el medio mejor para hacer buenos a los niños es hacerlos felices»; y es, verdaderamente cierto, en la medida en que el sufrimiento de los chavales esté permitido, aparte de que el futuro se desmorone, también el mundo se entristece, pues no existe amor verdadero. Realmente cuesta asumir que más de sesenta y cinco millones de niños y adolescentes en todo el mundo, según datos recientes de Naciones Unidas, se hallen fuera de su país, tras huir de la pobreza, los conflictos y de fenómenos climáticos extremos; con lo que esto conlleva de dolor; no en vano, la patria es como la familia, la sentimos y la necesitamos, ¿piensen que la perdemos?. Por ello, deseo elevar mi voz en favor de la protección de estos seres desamparados, cuya patria no existe. Su mirada triste, tristísima, lo dice todo. Cuesta mirarles a los ojos. Apenas sonríen. Están crecidos de lágrimas, desbordados de penas. Desde luego, sin una familia armónica tampoco se puede percibir al futuro con confianza. Por desgracia para todos, cada día son más los niños infelices, que no entienden nada de lo que les pasa, muchos son niños necesitados de cariño, con necesidad de ser arropados por una caricia o por una simple percepción de acompañamiento.
Una sociedad que genera niños infelices se está matando a sí misma. A veces es cuestión de adhesión, de visiones confluentes y protectoras, que de continuidad a la cadena de amor y fraternidad que nos une. Otras veces de sustento vital. En este sentido, hay que elogiar a la Comisión Europea que acaba de adoptar un programa de treinta millones de euros para proporcionar leche de consumo a 350.000 niños sirios, lo que reforzará un programa de distribución de alimentos que ya están operando para los escolares financiados por la UE en Siria. ¿Imagínense un cambio de actitudes por parte de los adultos?. Por ejemplo, con los alimentos que se desperdician en América Latina, se podría alimentar a trescientos millones de personas. Por si fueran pocos los despropósitos, tenemos otros pavorosos escenarios. Algunos niños, como los de Yemen, están atrapados en un círculo vicioso de violencia e incertidumbre. También los hay, en ese otro mundo desarrollado, que viven encarcelados en un pozo de soledad, aunque después tengan todos los caprichos. Ante estas bochornosas situaciones, pienso que deberíamos proteger mucho más a la infancia, sobre todo a la hora de aplicar políticas que les defiendan frente al abuso, la discriminación y la barbarie, que nos la encontramos en cualquier esquina o plaza del pueblo. En ninguna parte del mundo, el niño está totalmente a salvo.
Y aunque, es cierto que el derecho a la protección está recogido en más de veinte artículos de la Convención sobre los Derechos del Niño; sin embargo, millones de niñas y niños de todo el mundo están expuestos a todo tipo de explotación y tropelías. Por consiguiente, a mi juicio es fundamental llevar adelante proyectos contra el trabajo esclavo, contra el reclutamiento de niños soldados y cualquier tipo de crueldad sobre los menores. Por otra parte, también deberíamos reafirmar el derecho de los niños a crecer en una familia, con un padre y una madre capaces de crear un espacio idóneo para su desarrollo y madurez afectiva. Esto comporta, igualmente, apoyar a los progenitores en la educación en valores; pues, como dice un adagio: «educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres».
Evidentemente, en cada chaval prosigue la humanidad, lo que seremos en un futuro. Dicho en positivo, su felicidad o su infelicidad, nos va afectar a todos. De ahí lo importante que es injertar ternura a la hora de tratar a cualquier niño, y, aún más si cabe, a esa niñez abandonada. En cualquier caso, estimo, que si hay alguien que ha de ser privilegiado ese ha de ser el chaval. Es más acertado contenerlo desde el cariño, que por temor o el castigo. El afecto siempre amansa, y aunque la búsqueda de la felicidad es una cuestión seria, lo que debemos intentar el mundo de los adultos, es dejar un legado en el que todos los hombres, mujeres y niños, disfruten de todos sus derechos humanos. Quizás ahí esté la clave. Será bueno, por tanto, que todos los países conozcan el placer de vivir en paz. Y será aún mejor, en consecuencia, que todos los países dediquen todos sus esfuerzos en llenar nuestro mundo de niños felices que sepan compartir y ser compasivos, que la felicidad no es hacer por hacer, sino querer lo que uno hace, haciéndolo por los demás, que al final le redundará para sí como gozo. DIARIO Bahía de Cádiz