Desde tiempos pretéritos, las diversas sociedades conocen el fenómeno del sometimiento del ser humano por el poder, aunque este fuese corrupto y no tuviese corazón. Por desgracia, de siempre ha existido la tribu de los dominadores, imponiendo un precio a las vidas humanas, e impidiendo al humilde que pueda poseer el privilegio de poder ser él quien decida sobre sí. Algo tan básico como dejar vivir, resulta que lo hemos convertido en una adquisición de mercado, pues si antes se establecía quién nacía libre, y quién, en cambio, nacía esclavo, resulta que ahora se comercia como jamás con vidas humanas. Ahí están las alarmantes estadísticas de la explotación sexual, las peores formas del trabajo del niño, el matrimonio forzado y la venta de esposas, el tráfico de órganos, la servidumbre por deudas, el reclutamiento forzoso de niños para utilizarlos en conflictos armados, por citar algunas de las más repetitivas sumisiones. Ciertamente, aún vivimos en un planeta contagiado por prácticas análogas a la degradación humana, que aunque constituyen delitos y violaciones crueles de los derechos humanos, todavía prosigue esta abominable costumbre, que hace que muchas personas continúen privadas de su autonomía y obligadas a vivir en condiciones asimiladas a la subordinación.
Personalmente, me niego a ser absorbido por cualquier poder que, con tintes de mercado, lo intenten comprar todo. Desde luego, el derecho de toda persona a no ser sometida a esclavitud, ni a dependencia inhumana, está reconocido en la legislación internacional como norma universal inderogable. Sin embargo, a pesar de que la comunidad internacional haya adoptado diversos acuerdos para poner fin a este tipo de perversos usos, la realidad es bien distinta, puesto que cuando todo parece indicarnos que el dinero lo mueve todo, resulta que al final terminamos haciendo todo por el peculio. Nos lo recuerda hasta el mismísimo refranero: «por dinero baila el perro, y por pan, si se lo dan». También, ya en su tiempo, lo advirtió el célebre escritor británico William Shakespeare (1564-1616): «Si el dinero va delante, todos los caminos se abren». Pues no debiera ser así, hay que no ceder a la tentación de una cultura reverenciada a la compraventa, ya que significaría debilitar nuestros valores y correr el riesgo de habituarse al engaño de que todo tiene un precio, incluida la misma ciudadanía. En consecuencia, pienso que está bien avivar el Recuerdo de la Trata de Esclavos y de su Abolición, cuyo día internacional es el 23 de agosto, onomástica a la que habría que otorgarle la mayor importancia posible, ya no sólo por lo que representó para nuestra historia como elemento capital de la lucha contra el racismo, sino también por el respeto de los derechos humanos y la consolidación de un clima más armónico que transformó el mapa del mundo, al igual que la cultura, las relaciones sociales o las convivencias.
Las revoluciones de esclavos en lucha por su libertad, sin duda, ha de ser una fuente inagotable de meditación y de llamada, hacia el respeto de los derechos humanos y contra las formas modernas de tiranía que nos acorralan. En ocasiones, la desmemoria nos asiste y rehuimos evocar sin reflexión alguna, que la noche del 22 al 23 de agosto de 1791, fue cuando empezó en Saint-Domingue, hoy Haití, la rebelión que iba a conducir a la abolición de la trata transatlántica de esclavos. Naturalmente, tomarnos nuestro tiempo y recapacitar al respecto, debiera ser cuando menos un ejercicio colectivo. Téngase en cuenta que aquella comunidad que no piensa, porque no sabe o tal vez porque no le dejan ni tiempo para pensar, difícilmente va a poder vivir como le pida el alma. Ahora mismo estoy pensando en la multitud de seres humanos despojados de sus bienes o de los que se abusa física y sexualmente. Repienso también en tantos esclavos y esclavas de poderes corruptos, manejados al antojo de los acaudalados.
En los tiempos pasados, la comunidad internacional se unió para declarar que la esclavitud era una afrenta a nuestra humanidad común. A mi juicio, también hoy los gobiernos de todo el mundo, deben unirse para practicar otras culturas más humanas y menos interesadas, más solidarias y menos egoístas, ejercitando el abecedario de que el ser humano es lo prioritario y no el mundo de las finanzas, que han de estar al servicio del ciudadano, y no al revés. Yo creo que podremos conseguirlo en la medida que cultivemos una actitud de mayor fraternidad humana. No se trata de que vivan unos pocos, inclusive derrochando, sino de que vivamos todos para que vaya adelante la humanidad toda ella. Porque, efectivamente, la voracidad de algunos mercados, en lugar de salvar al ser humano, lo enferman, conduciéndole al interior de un campo de leones, en el que cada batalla diaria está en función de la fortuna lograda. Al respecto, de todo este decir y desdecirse, me quedo con lo que acaba de pronunciar el Papa Francisco: «el dinero sirve pero la codicia mata», no en vano es el origen de todos los males.
Verdaderamente, precisamos un modo nuevo de ver las cosas y hemos de establecer, quizás otras prioridades, por ejemplo menos dinero en armas para hacer guerras, si en verdad queremos proyectar un ambiente más armónico. Lo mismo ocurre, si pretendemos proyectar un naciente bienestar globalizado, tendremos que activar un poder más respetuoso con el ser humano y, a lo mejor, no tiene que estar siempre en manos de una minoría privilegiada. Que diferente sería todo si pusiésemos, cada cual consigo mismo, la conciencia al servicio de la justicia, la genialidad como asistente de la verdad, y la honradez como espíritu que nos auxilia, aún cuando no nos reporte ventaja, ni premio, ni beneficio. Si junto a esta acción de humanizarnos como pueblo, además caminamos juntos y en la misma dirección, seguramente los mercados acaben supeditados al ciudadano. Se trata, pues, de unir capacidades, no de excluir, también la de aquellos que nada tienen, pero que han tenido el talento de superar la envidia, los celos, o la misma rivalidad que imponen algunas empresas realmente deshumanizadoras.
En justa lógica, la fuerza del cambio únicamente la puede llevar a efecto la humanidad en su conjunto, reflexionando sobre lo vivido y sobre lo que se vive en este preciso momento. Por eso, a mi manera de ver, resulta muy saludable traer al presente la memoria de la Trata de Esclavos y de su Abolición, una tragedia que fue por mucho tiempo escondida o no reconocida, de modo que se ponga este recuerdo en el lugar apropiado de la conciencia humana. Quizás nos sirva el referente y la referencia para romper el silencio ante tantas injusticias que nos cohabitan en el momento actual. El afamado filósofo y escritor indio, Rabindranath Tagore (1861-1941), agradecía no ser una de las ruedas del poder, sino una de las criaturas que son aplastadas por ellas. Sea como fuere, nos asiste la razón, yo también prefiero no ser nada, antes que ser propiedad de alguien. Más vale ser un superviviente con dignidad que un indigno viviente oprimido con la esclavitud más denigrante, como es la de ser cautivo de uno mismo. Ante esta realidad de sumisión, que a veces se transmite de generación en generación, convendría recordar la hazaña del ruiseñor, negándose a anidar en la jaula, para que el vasallaje no sea el destino de su descendencia. Al fin y al cabo, uno no debe nunca consentir doblegarse cuando siente el impulso de levantar el vuelo. DIARIO Bahía de Cádiz