Me comentaba un amigo mío: “Estoy deprimido y me duele el alma porque no me conozco a mí mismo. Sé que no tengo una enfermedad mental, pero me siento enfermo en mi estado de ánimo y en mi afectividad”. ¡Qué tremenda manifestación!
Quien no ha tenido una depresión no puede comprender lo que es la tristeza. Cada época viene determinada por una enfermedad preponderante. La nuestra tiene su máximo representante en la depresión. Padecemos otra a la que conocemos con un nombre: el cáncer. Podemos considerar a la primera como más frecuente. A la segunda, como la más grave.
Otro enfermo de depresión se manifestaba de la siguiente manera: “Siento, a veces, las pisadas de alguien que camina cerca de mí, y creo –ilusión pérdida– que me están espiando, que saben –algo o todo– de mi cita que tuve ayer con la señorita, por así llamarla, dado que está casada, con marido y escopeta, con escopeta y marido”.
Más tarde, continuó diciendo: “No tropecé con almas que amé –hombres y mujeres, compañeros míos–, porque habían fallecido. Y pensar que pude haber sido el último hombre/mujer sobre la tierra, si al salir por la mañana temprano la ciudad estuviera ya muerta… Y pensar que pude haber sido el último hombre/mujer sobre la tierra… sin llegar a tener el tiempo necesario para escribir mi último poema”.
Si a la Soterraña vas, ve que la Virgen te espera que por esta su escalera quien más baja, sube más. Pon del silencio el compás a lo que bajas pensando baja y subirás volando al cielo de tu consuelo que para subir al cielo siempre se sube bajando (Gabriel y Galán, 1894-1905).
Y es que mi cerebro, que no duerme, así me lo ha manifestado, y tengo miedo, mucho miedo, porque puedo llegar a desarrollar ansiedad y depresión. Porque tengo miedo de convertirme en un ser irritable, que, perdiendo mi memoria, pueda perder también mi capacidad de concentración. Todo esto, y mucho más, me ha revelado mi cerebro.
A los ojos penetrantes de mi buen amigo, que tanto sufría y hacía sufrir sin darse cuenta, le recomendé la lectura de los siguientes versos, para que bajando en el desarrollo de su enfermedad, pensase que habría de ‘subir bajando’ a su pronta curación:
Vérselas con la depresión y luchar contra ella es harto difícil aquí y ahora. La sociedad que nos ha tocado vivir (¿esa maravillosa democracia española, que nos habla del Estado de Bienestar para todos, que nos habla de la igualdad de oportunidades, que nos habla de viviendas asequibles para nuestra juventud?) ha ‘roto aguas’, y ha relegado a las personas longevas, única y exclusivamente, para que emitan su voto cada cuatro años. A lo sumo ha construido unas pocas residencias -jaulas de soledad- donde podemos ir a morir, y, desde luego, ser olvidados por propios y/o extraños. Eso sí, para morir con tranquilidad, llevando sobre nuestras espaldas sacos pesados con tierras cargadas de olvidos, penas y sinsabores.
Nunca he tenido la vocación para ser médico, pero, si lo hubiera sido, habría practicado ‘el arte de curar’ con todas sus consecuencias -curando el cuerpo, sin duda, se cura muchas veces el alma-. Nuestra alma que navega negra por el mundo actual que nos ha tocado vivir, nuestra alma que nos duele y llora lágrimas de invierno: muchas hambres y muchas guerras, hambres y guerras. Es decir, trabajaría en la medicina pública a cal y canto, olvidándome para siempre de la medicina privada, no tengo nada contra ella, pero entiendo que ésta resta el suficiente tiempo –tan necesario para atender a tantos enfermos en lista de espera– de la Seguridad Social española.
La sociedad que nos ha tocado vivir tampoco nos ayuda precisamente a superar estas barreras del intelecto. Pensamos y actuamos, como seres humanos que somos. Y es que la panorámica mundial es problemática: guerras fratricidas, violación de mujeres -con resultado final de muerte- y sus derechos, malos tratos psíquicos y físicos a menores, detención ilegal de menores que desaparecen para siempre, etcétera, etcétera. Bajo este contexto, es lógico que nuestro estado de ánimo se deprima, amén de que nuestra cotidiana vida está llena de preocupaciones, desasosiegos e inquietudes que degeneran en un estado de ansiedad y, que al final, concluyen en la tan temida depresión: el mal psíquico de nuestro siglo XXI.
“¡Hoy tengo un mal día! ¡Todo lo veo negro! ¡Me duele el corazón!”, solemos decir, como si dicha víscera muscular fuera capaz de detectar dolores. Dentro de estas afirmaciones y otras similares llevamos inserto un mundo de miedos (fobias, muchas veces): miedo al amor, al infarto de miocardio, al cáncer, al Sida (Síndrome de Inmune-Deficiencia Adquirida), miedo a perder la cabeza, miedo al sufrimiento, miedo al dolor, etc.: tantos miedos juntos crean barreras, barreras en nuestro intelecto. Todos estos temores que nos amenazan –en los prolegómenos del siglo XXI– al mismo tiempo, nos conducen inevitablemente al gran miedo que todos llevamos dentro: nuestro miedo a la muerte.
Pues si un doctor en medicina nos proporciona el bienestar del cuerpo, el equilibrio emocional, y, al mismo tiempo, nos mitiga la violencia de algunas enfermedades –en la medida de sus fuerzas–, el dolor que acude rápido a nuestra alma será siempre más llevadero. Nosotros –los mortales–, que somos meros pasajeros en tránsito, buscaremos siempre aquello que nos une con nuestros semejantes: el mismo origen, el mismo hábitat, el mismo destino…; y olvidaremos lo que nos diferencia: religión, xenofobia, racismo, idiomas diferentes, pobreza, etc. DIARIO Bahía de Cádiz