Recuerdo un verano, siendo mi hijo aún muy pequeñito, en que todas las noches antes de dormir su padre o yo teníamos que cogerlo en brazos, y salir al balcón para que le diera las buenas noches a la luna. Esa luna inmensa de las noches estivales.
De vuelta en Cádiz nos pedía lo mismo y desde casa era complicado. En una tienda encontré una luna que se pegaba en la pared y con la luz apagada se iluminaba. La coloqué en su cuarto (aun la conserva) y su sorpresa fue tan grande que a todo el que venía por casa se la enseñaba entusiasmado, explicándole que su mamá le había traído la luna. En su inocencia bendita, creía que su madre lo podía todo porque todo lo podía para él.
Ahora, adolescente ya, parece desarrollar un masculino afán protector que me conmueve. Ahora mamá ya no lo puede todo, nunca lo pudo, la diferencia es que ahora lo sabe. En eso, entre otras cosas, consiste hacerse adulto. Ya estamos en la etapa de hoy por ti, mañana por mí. Cuidemos todos de todos.
La pasada semana tuve un breve, pero intenso, encontronazo con mi naturaleza humana vulnerable. Un desagradable virus, o lo que quiera que fuese, se hizo fuerte debido a las altas temperaturas, y mi tendencia natural a no perderme una, acabó con mis huesos en una clínica amarrada a un gotero rehidratante. Peccata minuta para la humanidad y gran trastorno para la menda, que nunca me había visto en esas lides, a parte de mi ingreso para traer a mi retoño al mundo y una operación de amígdalas a la tierna edad de diez años.
Una habitación sin vistas y un desasosiego grande ante una situación desconocida. El tiempo pasa de otra manera, no más rápido ni mas lento, diferente. Las noches se hacen eternas y te despiertas sobresaltada sin saber dónde estás. Aturdida y un poco perdida sería el resumen. Vulnerable, la palabra.
Aún así, tiendo a encontrar belleza en cada esquina. Las noches venían acompañadas de Rosa, la enfermera que silenciosa tranquilizaba y procuraba cuidados más allá de su obligación, cuidando el cuerpo y el alma. Comprendiendo que el uno no sana sin el otro.
Los días los llenaban mis amigos, con su presencia y sus mensajes de ánimo. No tenía vistas en mi habitación y me trajeron girasoles para indicarme el lugar donde lucía. No podía ver la luna pero alguien me la hizo llegar como yo hice una vez con mi hijo. Mi compañero de fatigas compartió cada segundo conmigo y nuestro hijo se ofrecía para relevarle convencido de su capacidad y su deber filial, siendo aún un adolescente.
Todo junto suma más que resta a mi semana ‘horribilis’. Pero sobre todo y por encima de todo, estaba la inmensa suerte de tener allí a mi madre. Cuando uno se siente débil, enfermo y vulnerable sólo hay una mano que te calma, sólo hay una persona que todo lo puede: mamá. DIARIO Bahía de Cádiz