Siempre me ha llamado la atención el empeño de proteger a nuestros hijos ante las imágenes de contenido sexual. Conozco infinidad de casos en que no se blinda a los niños con igual ahínco ante la crudeza de imágenes y películas violentas. Incluso de la violencia verbal, que es mucha.
No soy psicóloga, y por tanto carezco de conocimientos académicos que avalen mis afirmaciones, pero no veo el daño irreparable en ver personas desnudas o en actitud amatoria no excesivamente explícita. Nunca entendí qué era tan terrible en Shin Chan para estar censurado en tantos hogares. Mi hijo y yo lo veíamos y nos reíamos muchísimo. Es cierto que la criatura enseñaba el culete de vez en cuando, cosa que por otra parte hacen muchos niños perfectamente normales, a cierta edad. Me parecía muy tierno y a la vez bastante más inteligente que la mayoría de los dibujitos animados que me tocó sufrir.
Creo que reflejaba mucho mejor las relaciones familiares normales que las edulcoradas historietas Disney y tantas otras. Con niños pequeños en casa quién no ha terminado gritando en muchas ocasiones, como hacía la pobre madre de Shin Chan cuando se le iba el tema de las manos ¿Era el padre un depravado porque miraba atontado a otras mujeres cuando llevaba a los niños al parque? El caso es que con todo y con eso, la serie reflejaba mucho amor y complicidad entre los dos progenitores. Mucha ternura. Mucha aceptación y respeto hacia el otro.
Hay una gran parte de renuncia en una relación larga. Mucha inestabilidad para conseguir la estabilidad soñada. Pero sobre todo, y por encima de todo, debe existir el respeto. No hablo de palabras huecas ni actitudes únicamente formales. El respeto con mayúsculas existe si eres capaz de aceptar la singularidad de tu pareja. No somos uno, somos dos. Existen las sombras, por supuesto, y contarles a los niños historias edulcoradas de amores románticos que se mantienen con la misma intensidad del primer día durante años y años, es venderles una mentira que puede lastrar sus futuras relaciones. Crearles expectativas que les hagan confundir la realidad. La realidad no es necesariamente peor, en absoluto. Construir una relación sólida con otro ser humano es muy gratificante y es cierto que es necesario mucho amor. Mucho. Cada día.
Cuando la adrenalina, la serotonina y demás cómplices químicos, vuelven a sus niveles normales después de un par de años en que nos ayudaron a ver al ser amado cual Adonis griego; en ese momento en que nos damos cuenta de que es mortal, que incluso suda y en ocasiones hasta le pueden oler los pies, en ese terrible momento amigos es cuando hay que distinguir con claridad la verdad de la mentira. Justo ahí es cuando empezamos a edificar.
Construir un hogar, aguantar los vaivenes de la vida. Las horas oscuras. Los silencios. Las irremediables lejanías. Las pérdidas, las dolorosas pérdidas que cambian todo para siempre. Los años. Aceptar que cambian los cuerpos, las miradas. Aceptarnos. Comprender, como dijo el poeta que nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Porque el verdadero amor y la verdadera belleza, reside en saber que en el otro lado de la cama, además de un ser que ronca como si no hubiera un mañana, está el abrazo cálido, la caricia reencontrada. Están los días malos y los buenos. Los años que pasaron y los que vendrán. Está lo único cierto de un futuro incierto. La vida compartida elegida libremente. La lealtad. La única mano que de verdad te levanta.
En mis ensoñaciones románticas juveniles, jamás pensé que mi mayor anhelo sería poder envejecer al lado de alguien.
(«Porque tenemos recuerdos pa llenar las penas», canta alguien en la radio mientras escribo).
Ahora lo sé. Eso es amor, quien lo probó, lo sabe. DIARIO Bahía de Cádiz