La ciudad es diferente a primera hora, porque los gorrillas no desfondan con la voz acharolada en las esquinas precisas. El tráfico es pagano y las ganas cuestan. La gente menudea y los chinos no descorren sus puertas acristaladas. Todo dormita, sin vela, almohada pelleja. Pasas los pasos que te van dando las piernas y te llegas todo oscuro y presuroso porque se inunda el día que ya te espera.
El aparcamiento es infame, pero temprano, cuesta menos, hay sitio espaciado que te revuelca el ánimo de gozo sintiéndote a la vez pletórica e idiota por conformarte con tan poco. No tienes ángel que guíe el rumbo, así que trasfundes sola, esencia y sustancia, que para metáforas son la misma, embocadas a la par en tu sonrisa escasa y tu figura oronda. Hay dos coches que se disputan la avenida, sembrados de cagajones de vencejos, allí perennes, como el árbol donde dormitaban los defecadores, allá cuando aún no se iniciaban navidades, sembrándolos de certezas de que no hay dinero, ni para gasolina.
Los bares intentan subsistir, con pies doloridos y brazos que dan para cafés, tostadas y tapas, por el módico precio de pagar alquiler, seguridad social y algo de beneficio, que la cosa está muy malita y los parroquianos escasos. La grúa cabalga a dos mitades, arrasando por mayoría, con público liviano que voletea en cuanto los ve aparecer, que no hay nada que imponga más que una evacuación forzosa del vehículo que es herramienta de trabajo.
Al trabajo no nos llevamos la prole sino que la enchufamos a abuelas complacientes, suegras abnegadas, guarderías por horas menguantes y amigas conspiradoras, que no hay como ser mujer y vivir en el intento de serlo todo, como bien dijo Amparo Butrón, que bien sabia de lo que hablaba. No necesitamos paridas, sino guarderías que abran las veinticuatro horas como las farmacias. Necesitamos trabajo que las pague y que los jóvenes no tengan que emigrar para que les valoren lo que los lomos de sus padres les han pagado.
Algunas veces la ciudad se vuelve fría y distante, las caras desconocidas a la espera del bús, en la parada expuestos como infantes desnudos, todos famélicos de esperanza, sordos de ilusión y ciegos sin causa. Como los coches fagocitados por los vencejos, escupidos y tiesos, sin dueño que los lave.
Las farmacias tienes tres puertas a la calle y seis mostradores y los farmacéuticos se frotan las manos porque los catarros aspiran a invadir el top team, gracias al cambio climático. Lo mismo no volveremos a comer almendras y la ruina se cebará en nuestro sufridos agricultores, pero China seguirá contaminando porque no hay mal que dure cien años, ni pulmones que lo aguanten.
La ciudad nos es esquiva, ingrata por el trafico, con gorrillas asaltadores de cristales, pero aún así, nos envuelve en su halo mágico y nos escupe en la boca como Apolo para maldecirnos y que no nos podamos quitar su esencia, ni lavándonos el alma apolillada. DIARIO Bahía de Cádiz