No sé sí sólo me ha pasado a mí, ni siquiera sé si obedece a causas de evolución físico-sicológica con la edad; pero desde hace unos años para acá lloro con cierta facilidad. No es que vaya llorando por las esquinas sin ton ni son, pero bueno lloro, cosa que antes de mozo, bueno o malo, no hacía, y os juro que más de una vez lo intenté.
Recuerdo haber estado en más de una capilla ardiente -por cierto, ¿de dónde vendrá eso de ardiente?-, alguna de ellas de personas muy próximas, mayores, otras jóvenes, en casi todas rodeadas del dramatismo lógico. Pues siempre he hecho esfuerzos por llorar, he gemido, me he frotado los ojos, he pensado en el muerto cuando estaba vivo; pero nada de nada, algún sonido un poco extraño, forzado y descompasado, pero llorar, lo que se dice llorar, así con lágrimas, nada de nada.
Tampoco es que me hayan zurrado mucho, pero alguna que otra hostia más o menos sistemática si que me han dado, y tampoco entonces he llorado; me explico, yo quería llorar, aunque sólo fuera en plan autodefensa, a ver si les daba lástima y lo dejaban, pero lo único que emitía eran sonidos que lejos de parecer llanto, eran como un reclamo de caza que lo único que conseguían era poner a los hostiadores más violentos y claro, las hostias no paraban, eso si acompañadas con esa especie de gemidos que yo emitía, en fin un drama, un pelín humillante, eso sí.
Aunque hay gente que pregona que los hombres no lloran, yo nunca lo compartí, además estoy convencido que “la hombría” en su sentido de masculinidad, no se mide por el llanto. Pero yo por no llorar en épocas anteriores dudo que ni siquiera llorara cuando salí, o mejor dicho me sacaron de mi madre. Entre fórceps, vueltas del cordón alrededor del cuello y algún otro episodio más, no tenía el cuerpo yo como para ponerme a llorar.
Pero de un tiempo a esta parte lloro con cierta facilidad. Bueno lloro, no se si se puede llamar, ya que de todos los elementos técnicos que pueden componer el llanto sólo se manifiestan las lágrimas, nada más, ni nada menos.
Y luego están las razones de mis lágrimas. Casi siempre se ha asociado el llanto a situaciones, digamos, desagradables, de pena, aflicción o tristeza, debe ser como una forma de autodefensa; pero a mi, hoy, estas situaciones lo que me producen es asco, incluso una sensación de rebeldía, quizás también sea por una cuestión de autodefensa, de no dar todo por acabado.
La semana pasada lloré, sí, las lágrimas recorrieron mi cara con dirección a la pantalla de la tablet. Saltaba la noticia, Estela, una de las abuelas locas de pañuelo blanco a la cabeza, había encontrado a su nieto, Guido Ignacio, después de más de treinta años buscando, sin perder un gramo de esperanza. Cuantas sensaciones me inundan, cuantos fotogramas en blanco y negro se suceden a velocidad de la luz. Un grupo muy reducido de mujeres dando vueltas en círculos, madres locas que decían, “con vida se los llevaron y con vida los queremos” bajo la mirada desafiante de policías secretos y militares con metralletas. Y veo diez o doce ancianos dando vueltas en otro círculo, esta vez en la Puerta del Sol en Madrid, sin metralletas, sin secretas, sólo rodeados de indiferencia. Y veo a una mujer de no más de un metro sesenta de altura, extremadamente delgada, pelo de un blanco reluciente que, con los brazos cruzados agarra un bolso casi vacío frente a una veintena de cajas envueltas con la bandera republicana. Esta vez tampoco hubo suerte, su padre no se encontraba en esta fosa común.
Mis lágrimas de alegría se convierten en admiración cuando un periodista pregunta a Estela “¿y ahora qué, señora?”. Ella le mira, y le dice: “ahora a seguir, que todavía nos quedan cuatrocientos niños robados que encontrar…”. Y ahora me acuerdo como termina uno de los versos de Bertolt Brecht, “hay quien lucha toda la vida, estos son los imprescindibles”, y me reconcilio con la esperanza. DIARIO Bahía de Cádiz