“Lo ajeno, dondequiera que esté, siempre clama por su dueño”.
Conviene explicarse, para que no haya nadie que pueda pensar que este ciudadano de a pie ha perdido la chaveta. En la Constitución española del año 1.978 hay una serie de normas que, aparentemente, solo aparentemente, pudieran considerarse respetuosas con el inveterado derecho de propiedad que los romanos nos dejaron, a las naciones que fueron parte de sus extensos dominios, y que todos los que han pasado por las universidades de derecho han tenido que estudiar por medio de una asignatura denominada Derecho Romano. En esta disciplina se definía la propiedad como “ius utendi, fruendi et abutendi” con la única limitación que este uso no fuera en contra de las leyes romanas. Es cierto que, desde aquellos tiempos de los emperadores romanos a estos días ha llovido mucho y las leyes se han ido adaptando a las realidades de cada momento; no obstante, el derecho de propiedad se ha ido manteniendo en su esencia de derecho de usar y disfrutar de un bien o un derecho, eliminándose la potestad de abusar de él en el sentido de destruirlo y darle un uso inapropiado.
Sin embargo, lo cierto es que este derecho cada vez, a medida que la “civilización” avanza, va quedando más restringido, es más complicado conservarlo y, en la mayoría de casos, la permanencia en el uso o disfrute depende no sólo del propietario que decidiera venderlo, alquilarlo o prestarlo, sino que está al albur de quienes sean lo que gobiernen las naciones, del concepto que tengan del derecho de propiedad y de las presiones sociales que agobien a los políticos, siempre condicionados por sus ambiciones personales y su afán de mantenerse el mayor tiempo posible en el poder. Desde que a alguien se le ocurrió lo de la “función social de la propiedad” los propietarios, aquellos que con su esfuerzo, trabajo, ahorro y sacrificio fueron capaces de hacerse con un bien determinado, corren el peligro de que a cualquier paniaguado de la Administración, alcalde con deseos de ganarse el apoyo de la plebe o legislador con ínfulas de reformista, decidan que aquello ha de ser de domino público, ha de formar parte del pueblo o ha de ceder para que otros, que no quisieron sacrificarse, trabajar o esforzarse en mejorar su estatus de vida, se conviertan en sus dueños o poseedores.
En nuestra brillante Constitución, en su Art. 33’1, se establece como derecho el de la propiedad privada y la herencia. Mera filfa, señores, porque, acto seguido, en el apartado 2 se carga lo dicho en el 1 cuando añade “La función social de estos derechos delimitará su contenido de acuerdo con las leyes”. Y ahí es cuando se nos caen los palos del sombrajo porque, la falta de concreción, el fiarlo todo a las leyes que puedan promulgarse y a los posibles colores de los políticos de los parlamentos que puedan dictarlas, convierten en papel mojado todo lo anteriormente dicho. El apartado 3 acaba de confirmar el desaguisado cuando se afirma que “nadie podrá ser privado de sus bienes y derechos sino por causa justificada, de utilidad pública o interés social, mediante la correspondiente indemnización y de conformidad por lo dispuesto en las leyes.
Un cúmulo de imprecisiones, una delegación indeterminada de facultades para que, los legisladores, en cada caso, puedan hacer de su capa un sayo dictando las leyes que se les vengan en ganas, con lo que pueden, con suma facilidad, vaciar de contenido el tan cacareado derecho a la propiedad privada. ¿Quién es que fija la indemnización? La Administración, ¿qué reglas han de tenerse en cuenta para determinar el “justiprecio”? Las que decidan los políticos ¿Cuándo se trata de un caso de utilidad pública? Depende de los intereses de quien sea el funcionario encargado de proponerlo o de lo que las multitudes progresistas decidan pedirles a las autoridades. Es usted un señor que ha pedido una hipoteca a un banco para comprarse un piso, firma el consabido contrato y, luego se da cuenta de que puede ganar una pasta con podo dinero si compra otro piso con poco dinero y el resto lo consigue con otra hipoteca. Usted, listillo, piensa que como la construcción sube exponencialmente, en unos meses va a vende aquel piso un 10% más caro a otro, traspasándole, de paso la hipoteca del piso. ¡Ah, pero ha tenido mala suerte y viene el crac inmobiliario, el caso de las sub–prime americanas y todo el tinglado de la construcción se desploma de repente! Ahora usted, que no puede vender por falta de comprador tiene que pagar dos hipotecas sin poder sacar provecho del segundo piso. Decide no pagar la cuota al banco, pero la crisis lo deja en el paro y tampoco puede pagar su primera hipoteca. ¿De quién es la culpa de que el banco decida ejecutar su contrato de hipoteca y se quede usted en la calle? ¿Acaso del banco? No, no señor, la culpa ha sido de su avaricia, de querer especular y ganar dinero fácil; de creerse un genio de las finanzas y no haber sabido aconsejarse de un experto. ¡Ahora resulta que no leyeron la letra pequeña, que eran todos analfabetos a los que los empleados del banco los engañaron! ¡Seamos serios, señores!
Hay casos penosos, claro que sí, y otros que necesitan que el Estado los tome en cuenta pero veámoslo desde el punto de vista del banco cuyo negocio es, precisamente, prestar dinero a la gente, que lo presta para comprar pisos y lo que es su negocio es cobrar las cuotas de las hipotecas (que es en lo que gana dinero) y no, en modo alguno, tener que cobrar con casas embargadas que, en la actualidad, valen la mitad de la valoración que hicieron en el momento de conceder el préstamo hipotecario. Cientos de pisos que se acumulan en su balance a mitad del precio en que se valoraron, en muchos casos, la mayoría, insuficientes para cubrir el importe de las cantidades cedidas. Las leyes económicas les obligan a cubrir estas diferencias en el balance con aportaciones de capital para compensar la disminución del valor de los activos inmobiliarios. No acaba aquí la cosa, sino que cuando, para recuperarse de las pérdidas, los bancos venden a la Sareb sus activos inmobiliarios tóxicos a un precio inferior a su valor real, aparecen ciertos ayuntamientos o entidades públicas que deciden obligar a alquilar tales inmuebles a precios bajos y a personas que carecen de lugar donde vivir; en lugar de construir o comprar ellos las viviendas para después darlas en alquiler.
Usted es propietario y le aseguro que si lo que pretende es vender un piso alquilado, salvo rarísimas excepciones, va a tener que venderlo mucho más barato que si estuviera vacío. ¿Quién es que le compensará de esta pérdida por estos pisos incautados? Vaya usted a preguntárselo a quienes les privan de su derecho a decidir sobre sus propias propiedades, para que le contesten. La demagogia popular, los grupos como los de esta activista que reparte el dinero de los demás como si fuera suyo, la señora Adda Colau o los que la siguen para criminalizar a todos aquellos que ejercitan los derechos que les concede la ley para recuperar lo que es de su propiedad. La beneficencia no la han de prestar ni los bancos, ni los propietarios privados ni nadie que ejerce un derecho legal; en todo caso se le deberá exigir al Estado o a los partidos políticos que gobiernan que, a cargo de los impuestos que pagamos todos los españoles se haga cargo de aquellos casos en los que la injusticia sea manifiesta. Todo lo demás no es más que utilizar los casos más extremos como pretexto para atacar a aquellas instituciones que, para algunos activistas contrarios al sistema, son representantes de un sistema económico con el que no están conformes. Lo malo es que, las soluciones que nos proponen, no son más que malos remedos de viejas doctrinas soviéticas, cuyos resultados ya quedaron demostrados con la caída del Telón de Acero. O así es como, desde la óptica de un ciudadanos de a pie, vemos la desinformación que hoy existe sobre los problemas que hoy afectan a nuestra nación. Y así es como nos va. DIARIO Bahía de Cádiz