Tal vez el mundo presente adolece de hombres y valores de la talla y suficiencia, acorde con los tiempos que corremos. Y por extensión, se supone, que en nuestro país, igualmente sucede algo parecido.
Y es que además de la preocupante crisis económica que padecemos en la actualidad, paralelamente y bajo mi punto de vista, creo que existe otra no de menor calado e importancia que repercute considerablemente sobre la anterior, cuyos efectos inmediatos no se perciben, dado que no se traduce en dinero físico a la vista.
Esta otra supuesta -crisis- a la que me refiero se trata de la “ausencia de valores” y sinceramente no sabría cual de sus palabras sinónimas (riesgo, peligro, alarma o angustia) elegir para denominarla correctamente.
Pero sí sé que el hombre y la mujer desde siempre han sido poseedores y portadores de los valores humanos más significativos; como parte esencial e indispensable de la formación integral de cada uno. Valores, por cierto, que parecen caducos hoy día por imperativo de diversas situaciones o dormidos quizás, por la transformación de la sociedad y su conjunto; argumentos a los que, en mi opinión, no les encuentro justificación alguna, aparente ni lógica.
La ética y la moral tampoco tienen ya el mismo sentido, el valor, ni la aplicación de antes. Y qué decir de -la educación- vital para la instrucción y el desarrollo de los ciudadanos y de los pueblos.
No cabe la menor duda que esos valores unidos a la -educación- y al “respeto” que ésta conlleva implícita, junto al aprendizaje cultural: son piezas claves y determinantes para que unos y otros -ciudadanos y pueblos- alcancen el grado de madurez y solvencia necesaria, no sólo de establecer una convivencia sana, pacífica y sosegada entre sí, sino la de posicionarse como pueblo para tomar decisiones certeras, resolver con criterios razonados su futuro y especialmente no permitir dejarse sorprender por el discurso o las pretensiones de intereses insospechados, venga de donde quiera y de quienes sean.
Por eso -todos- tenemos el derecho de recibir -educación- como también la necesidad de -ejercitarla- practicándola. La educación no tiene color ni entiende de ideas (las que sean) ni de otras opciones. Y no puede ser reducto o privilegio de unos -pocos- sino patrimonio de -muchos- (todos) y como tal, facilita el entendimiento honesto y cabal entre los hombres y sus relaciones sin distinción alguna de género. Y es ahí donde precisamente incide y surte sus efectos a los que me refería al principio.
La educación como la vida misma, nace, se forja y se fomenta primaria y prioritariamente en el seno familiar y luego continúa en la escuela, en perfecta conjunción y armonía entre ambas instituciones y no caben los comentarios ni los contrasentidos que se oyen, toda vez que por “principios” y por su propia «naturaleza» siempre fue así. Y así supongo que debería permanecer y proseguir, porque educar equivale a enseñar y viceversa.
Resulta claro que algo no funciona bien. Y salvo excepciones que las hay y muy buenas, basta observar el comportamiento cívico más básico y generalizado de las nuevas hornadas generacionales y entre ellas -confundidos- otros no tan jóvenes, en donde el deterioro, el desorden, los modales innecesarios; gritar por hablar, andar empujando, el vocabulario inadecuado, ensuciar, escupir, tirar todo al suelo o a la calle y un largo etcétera; no son más que el reflejo de una educación fallida o simplemente no recibida. Cuando una sonrisa, un gesto amable, un saludo o una disculpa son gratis, no cuesta nada. Sólo el resultado de una buena educación recibida y aplicada.
No pretendo insinuar una situación que no se pueda resolver fácilmente y -ésta- evidentemente lo es. Nada más hace falta: voluntad para enseñar, tesón para ejemplarizar y deseo de practicar o, al menos, hacer bueno nuestro sabio refranero: la educación y los buenos modales, abren las puertas principales. DIARIO Bahía de Cádiz