En la glorieta del Centro Inglés, un Yorkshire se peleaba para llegar a un coche que le había abandonado. Era empeño imposible, porque el coche corría a la velocidad de los ingratos, que tiran por la ventana, lo que les molesta.
Es fácil adoptar a un perro, llevado por la farándula. Luego la vida se impone y el perro micciona y defeca, por donde le da la gana. El peluche que te enamoró, tira babas y muerde cosas que tú aprecias muchísimo, aunque lo mismo minutos antes no les daba ninguna importancia. Quizás por ello, sin que pase demasiado tiempo, una puerta se abre, se tira un perro y el coche empieza a correr como si le persiguieran las pulgas.
Ha revolucionado corazones la foto de Aylan, el pequeño sirio ahogado, con sus zapatos marrones, su pelo chorreando y la voz dormida. Todo el mundo se ha puesto a rebuscar en los trasfondos dinero y refugios, presupuestos que hace dos días no llegaban para sanidades y educaciones públicas, para acoger a los sirios. Se les busca alojamiento en ese peregrinaje que recuerda tanto las diásporas, muchas veces vistas de subafricanos peleándose contra la valla de Ceuta, colgados como gorriones espatarrados, esperando algo de clemencia. Se nos ha secado la leche de las mamas, se nos ha puesto el corazón en gangrena, porque el pequeño sirio ha muerto ahogado y un fotógrafo lo ha captado y nos hemos enterado.
En la segunda parada del bus de Cádiz, frente a portales de bancos y agencias de viajes, hacen residencia forzada dos indigentes. Son perpetuos como la mala higiene, el desencanto y las epopeyas. Se sientan bajo la marquesina si hace mucho frio o llueve y también cuando el Lorenzo brilla, a pleno pulmón de agosto. Ya les digo, a perpetuidad condenados al asedio. Siempre que paso los veo, porque aún no se han hecho invisibles, pero ya no faltará mucho, porque el indigente de las cercanías de Pinar Hondo ya no se ve, con su calva regalada por servicios sociales, ni sus pasatiempos emergentes del vientre gastado de un carrillo de la compra, reciclado.
Nos lleva la buena voluntad, porque menos mal, seguimos siendo humanos. Nos conmueven los gatitos de ojos grandes, los niños de pecho, los pechos y los lacitos rosas que van sobre cualquier cosa.
Espero que Aylan, no sea eso, un gatito más a la espera de propinillas que van cayendo como limosneros a la puerta de una agencia de viajes. Lo espero porque es un drama real, mas allá de que unos ayuntamientos digan que tiene presupuestos de urgencias, que por lo visto no estaban cuando la gente se iba a la calle por patitas a la egipcia, con una mano adelante y la otra atrás. Que no estaban cuando nos hacia falta que los inmigrantes tuvieran la sanidad publica asistida, cuando los libros no se pagaban para la escuela publica o no se cubrían las vacantes de profesores. Es cierto apaléenme, verbalmente por favor, y digan que soy una cínica, porque no se puede comparar una tragedia que solo se ha querido ver cuando una criatura se ha ahogado.
Las tragedias queridos míos suceden porque hay gente que gobierna que no hace absolutamente nada para remediarlas, porque quitan y ponen reyes urbanos como si fueran marionetas, porque los dictadores, como gogós de tetas de silicona, no quieren dejar su reino, porque es importante para ellos consolidarse aún a costa de muchos Aylan, de muchas madres de Aylan y muchos padres y hermanos.
El corazón les lleva y lo veo bien, pero que las micciones y defecaciones nos les acongojen, porque cuando se adopta es para siempre y los siempre son duros de llevar, se lo aseguro que el vivir cuesta, pero el convivir más. Los peluches crecen y se hacen pesados, malviven en barriadas que se convierten en guetos y nos quejamos por ignorancia. La misma de no saber que los indigentes existen, que la humanidad va mas allá de unos ojos enormes de gato o un mensaje embriagador o una instantánea robada a la rutina de gente que se desangra por salvar la vida. DIARIO Bahía de Cádiz