En términos poéticos, yo propondría considerar el origen de la literatura en la inevitable soledad del Ser Humano. Así como Machado afirmaba —a través del maestro Mairena— “no habría relojes sin la muerte”, yo sostengo que no habría literatura sin la incomprendida soledad de quien escribe. Es por ello que el arte de conjugar palabras nunca ha sido patrimonio de necios, cínicos o apresurados, sino de metódicos y trasnochadores —que no trasnochados—.
Quien escribe con pasión y de manera inconsciente tiende a ser persona peligrosa, potencialmente contraria al sentido común, especialmente si hablamos de jóvenes, mujeres o excluidos en general: soportan el peso histórico del prejuicio y la marginación de lo que se da en llamar intelectualidad. Quien escribe, repito, con locura y desgarro, es capaz de de presentar sus líneas en alguna servilleta de papel o el propio papel de fumar frente a auditorios enteros. El soporte y la autoría siempre supusieron un obstáculo a priori para la comprensión de la esencia del texto.
Esta gente, que escribe desafiando los medios de que dispone y le dispone la sociedad política, han sido un animal en aparente peligro de extinción en los últimos tiempos, pero de puntualidad inglesa en momentos de incertidumbre: hablo de la literatura auto-organizada, cooperativa y financiada entre iguales. Literatura que no está en la calle, sino que sale desde la calle. Proyectos literarios que se buscan la vida entre negocios particulares y apaños editoriales. Proyectos que no se venden, porque son gratuitos. Proyectos que nacen en un bar y se materializan en la plaza en débil papel atestado de anuncios. Proyectos nuevos que la gente peligrosa ha realizado durante siglos.
Tendremos que convenir en que presentar un formato así de libre, así de difícil, desafía lo que entendemos convencionalmente como el consumo de cultura, que viene vertebrado por una selección de textos, un código de barras y cierto estudio de mercado. Y aunque, reconozcámoslo, los caminos editoriales nos faciliten las cosas a los escritores —presentaciones, formatos, publicidad…—, no todo es tan genial. Fundamentalmente porque, más allá de superficiales purismos de prostitución artística—un tema delicado entre literatos, demasiado tópico para tratar—, lo cierto es que no deja de hacernos participar de una lógica de compra-venta que nos hace ver las cosas equivocadamente con respecto al público. Sobre todo, claro está, cuando nuestro trabajo tiene valor pecuniario, asunto que en la sociedad consumista tiene cierto carácter apotropaico, protector, contra las críticas del común de los mortales. Por eso las iniciativas gratuitas, alternativas, auto-gestionadas, aunque carezcan a simple vista de un auditorio y posibilidades tan amplias, son víctima de prejuicios totalmente alejados de la realidad.
La fácil accesibilidad, gracias entre otras cosas a las nuevas tecnologías, mejora cuantitativamente la participación en el proyecto, y cualitativamente la madurez y el sentido de Cultura de quienes participan, apoyan y observan tal revista, que por norma general podemos observar en las barras de bar. Lejos de ser una literatura pobre, e independientemente del nivel literario de sus componentes, este tipo de iniciativas constituyen una vigorosa motivación porque quienes participan en ella no son escritores consagrados ni profesionales, ni pretenden serlo. Son pueblo. Iniciativas juzgadas por vox populi y no por parámetros de rentabilidad.
Por ello, dejemos a un lado el complicado mundo del mercado editorial, y fijemos un poco más la vista en estas revistas y publicaciones en los bares y negocios de nuestros propios barrios. Y si les gusta y consideran que tienen fuerza y sentido de ser, ayúdeles. Hable con las revistas, conozca qué hacen. Defienda lo que el pueblo hace para el pueblo y jamás mire a través de los anteojos de la superficialidad. A veces una revista de bar es más barata que un café y sienta igual de bien. Puede que lo que lean no valga oro, pero vale tiempo, que es vida. DIARIO Bahía de Cádiz