Todos deberíamos meditar más sobre nuestras áreas de vida, sobre nuestras atmósferas de caminantes y caminos. Para empezar, el día nueve de mayo, ya que decimos que es el Día de Europa y, por ende, nuestra fecha; convendría que fuese festivo en todo el continente, cuando menos para poder recapacitar sobre el proyecto de nuestros padres fundadores, que no era otro que reconstruir un espacio de servicio mutuo, sin tantas fronteras que nos separen, en un mundo más proclive a la división que a la unión, a reivindicar en vez de servir, a la discordancia en lugar de poner en activo la unidad. No se trata tanto de vestirse de europeístas, como de sentir esa fraternización que nos dignifica como especie humana. Quizás deberíamos reconciliar los ánimos, tomando como referencia aquel inolvidable discurso pronunciado en París en 1950, por el ministro francés de Asuntos Exteriores, Robert Schuman, exponiendo su idea de una nueva forma de cooperación política que hiciera impensable un conflicto bélico entre las naciones europeas. Hubo corazón en aquellas palabras y, por eso, dejaron de ser sueños. El espíritu siempre acaba moviéndonos, pues normalmente somos gentes de acción. No de pereza. Había que mancomunar y gestionar la producción de carbón y acero; y se hizo de manera solidaria, conciliando lugares, armonizando sentimientos, concertando posturas, conviniendo ideas. De ahí, que la propuesta de Schuman, se considere el germen de lo que hoy es la Unión Europea.
Está bien que coincidiendo con esta onomástica europeísta, las instituciones abran sus puertas, muestren sus símbolos y se multipliquen los actos culturales; máxime en nuestro país, España, que este año cumple treinta años del ingreso en la Unión Europea como Estado miembro. A propósito, suele decirse que lo que no se conoce tampoco se puede amar. A veces pienso que nos falta penetrar más en nuestras propias instituciones. Pongamos por caso, nuestro país, ¿sabemos que contamos con representaciones europeístas en ocho ciudades españolas, desde Vigo hasta Sevilla, pasando por Madrid y Barcelona, entre otras?. Esto debe, aparte de entusiasmarnos, engrandecernos. No olvidemos que la Unión Europea, con sus furias y fobias, aún es el mayor donante de ayuda al desarrollo del mundo. Ciertamente, esta elogiable actitud de generosidad es un proceso continuo, y esto es precisamente lo que intuyeron nuestros padres fundadores, que entendieron cómo la armonía era un bien a conquistar continuamente. Jamás hay que bajar la guardia. Es preciso un proceso constante de fraternización, y no es suficiente con reprimir las guerras, suspender las contiendas, o imponer la paz; hay que tender a un sosiego que nos hermane, pero con convicciones claras y con tesón, sin exclusiones de ningún tipo. No podemos seguir tensos. Tenemos que buscar soluciones, sabiendo que cada ciudadano es parte de ese desenlace; de ahí la importancia de la promoción de los derechos humanos, vinculante con el desarrollo de la Democracia y el Estado de derecho.
Bien es verdad que para caminar hacia el futuro hace falta de un pasado, de unas raíces profundas, de un talante conciliador, sin obviar la memoria, el valor y una sana y humana utopía. Expertos, profesores y estudiantes destacaron en Madrid no hace mucho, la importancia que ha tenido para la Universidad española la pertenencia del país a la Unión Europea, sobre todo en cuanto a la movilidad de los jóvenes. Analizando nuestra historia europeísta, considero que España siempre se ha movido en la defensa de los intereses comunes; a mi juicio, por tanto, hasta ahora ha sido un miembro modélico y un activo fundamental para la Unión Europa, puesto que ha aportado un mercado diverso con profesionales de brillante trayectoria. Sin embargo, también pienso que este continente en su conjunto, precisa de un nuevo impulso, con renovados liderazgos y más recursos, sobre todo para gestionar este clima de desigualdades que nos asolan y que no sabemos cómo solucionar desde Europa. Mi esperanza es que nuestra actitud europeísta tome conciencia de su valor, y también de su valía, fraternice y no por un mero consenso entre partes, porque fraternizando hay más alma en lo que se siente, en esas raíces que nos unen y que nos proyectan a un mundo global de encuentros y reencuentros, de diálogo para el intercambio abierto, respetuoso y enriquecedor entre una plural ciudadanía de diverso origen, tradición étnica, lingüística y religiosa, mediante un espíritu de comprensión y entendimiento recíproco.
Puede que nos falte seguir explorándonos para edificar ese bien europeísta que a todos nos pertenece. Ya no sirven las migajas, tenemos que ayudar a redescubrir el valor de la propia vida, recuperar la dignidad que el trabajo decente confiere, y recobrar la ilusión de tanta gente abandonada. Junto a esta paralización que cuesta asimilar, surgen nuevas batallas como la del extremismo islamista y la radicalización fuera y dentro de las propias sociedades europeas, la gestión de las migraciones o la lucha contra el cambio climático. Sin duda, cuesta entender que los Estados europeos levanten barreras y miren hacia otro lado, cuando el tema de los derechos humanos y la protección humanitaria, siempre fue algo distintivo de este continente. En relación a ello, UNICEF acaba de alertar sobre los graves riesgos que corren los menores migrantes no acompañados en Europa. Al parecer, el número de menores que viajan solos, sin sus padres o familiares, alcanzó la cifra record de 95.000 el año pasado. Estimaciones de Interpol dan cuenta de que uno de cada nueve de ellos es reportado como desaparecido, aunque las cifras podrían ser aún más altas. Naturalmente, no encaja este tipo de sucesos o la misma exclusión, puesto que contradice los principios básicos del derecho europeo. Comportamientos racistas o xenófobos contra cualquier colectivo, el discurso del odio mismo, no sólo merecen una condena unánime de todas las autoridades europeístas que ejercen una responsabilidad para luchar contra estas actitudes, también han de complementarse dichas declaraciones con acciones preventivas y cooperadas.
En cualquier caso, y ante este tipo de bochornosas realidades, deberíamos animarnos a no tener miedo de hacer frente a los retos de salvaguardar los valores europeístas, puesto que no podemos obviar que la Unión Europea se ha creado con el objetivo de acabar con las frecuentes y sangrientas guerras entre vecinos, que culminaron con la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces, se ha ido creciendo cooperativamente, a mi manera de ver con gran conciencia de comunidad, aunque a veces se eche en falta un consenso sobre las prioridades de actuación, para que el bien colectivo que está abierto a todos los miembros de la Unión Europea, pueda llevarse a buen término y favorezca a toda la ciudadanía. Tras esta severa crisis económica, nos queda la expectativa de que las inversiones en nuevas tecnologías verdes y amigables (o fraternizadas) con el clima y la cooperación más estrecha entre unos países y otros, traigan crecimiento para todos y bienestar duradero. Por ello, más allá de una declaración geográfica o política, la Unión Europea es una concepción armónica, una necesidad de concordia, un espíritu de aliento. Creo, pues, profundamente que hoy en estos tiempos de incertidumbre, se necesitan políticas más poéticas, o sea, más incluyentes, donde todos tengamos cabida y consuelo; para que donde haya tristeza revierta en alegría. Al fin y al cabo, si queremos ser más Europa, también tenemos que ser más familia de familias. DIARIO Bahía de Cádiz