Pepe se sigue subiendo en la cabeza del termo de butano, oteando paraísos indescifrables y lejanos. Le podría decir que más allá de los cristales de las ventanas solo hay un parque y gente mala, que lo mismo le da por atropellar a un gato y mirar para otro lado. Pero se lo callo porque me gusta demasiado esa pantera enana.
Entiendo a la gente mayor que se refugia en ellos, abuelillos lastrados por la vida que traquetean un perro, casi tan viejo como ellos. Lo llevan al veterinario con la exigua paga, más por ver a alguien que preocupándose por el amigo les dé un poco de charla y vida. Hay muchos de ellos, también sin perro como la señora que se aposenta en el banco de filigrana que tiene Jesús, el carnicero de Pinar Hondo. Ella es oronda de carnes como si se las hubieran regalado cada mañana y con una lengua que haría enmudecer a la suegra del Selu. Es lo que queda -supongo- cuando todos emigran de tu vida y te quedas contando cuatro paredes, hablándole a los retratos y bendiciendo el tener perro para obligarte a salir a la calle.
Mi abuela Ana nunca tuvo perro, pero sí buenas amistades, gente saliendo y entrando de su casa. Se quedó viuda con la misma edad que yo, pero salvo en la amargura -que convidamos por igual-se lo montaba de película. No, no crean que se echó un novio, ni hizo locuras, sino que siempre se engalanó de la cabeza a los pies, no faltó a su peluquería y aunque le costó la misma vida quitarse ese luto riguroso que llevaba hasta en las batas de casa, iba hecha un primor.
Era pequeña y de caderas anchas como yo, cosa por otra parte que me hace jodida la gracia, porque cuando ven a mi hija siempre tengo que decir que no se parece en nada a mí, porque es patilarga y huesuda como su padre, y tampoco me parezco a mi madre que es estrecha de carnes y pechugona, aún hoy.
Tenía ya mal genio en aquella época en que yo la recuerdo, ya viuda y negra ala de cuervo. Y sin embargo había algo en ella que me gustaba, como las películas de terror o las gominolas ácidas.
Fui creciendo, pero nunca la entendí, ni la furia impresa en lo negro de sus pupilas, ni las formas con que veía la vida. Ahora tampoco lo hago, la amargura es mala lo sé bien y que te quiten lo que te hace bailar, más, pero no puedes jorobar al mundo sin remedio. Mi abuela tenía muchas amigas de siempre, casi familia, porque se conocían de toda la vida. Ellas eran abuelas sustitutas en esa casa enorme con su olor impreso en cada esquina, venteando “Joya” a cada aspirada.
Nunca la vi entrar en una iglesia, ni había crucifijos, ni santos, en las paredes ni sobre las estanterías -que yo recuerde-, y sin embargo, nunca se quitó de su cuello un colgante de la Virgen del Carmen de oro, hasta que entró en el Puertas del Mar para el viaje definitivo.
Pepe entiende de estados de ánimo porque los gatos negros llevan en el estómago recuerdos pasados y presagios escondidos. Cuando el día se convida de ceniza, me mira azulado verdoso, como el mar, y maúlla. Parece su canto de sirena embarrancada, triste a más no poder. Entonces los dedos se mueven solos sin que tenga poder sobre ellos. “Pufadas” llamaba la Sombra a los artículos que surgían cuando las gaviotas callaban como espíritus afines en mitad de una azotea verdeada a poniente, en lo alto de un parquin que se sube las faldas al lado de los juzgados de Algeciras.
Echo en falta la alegría y la sal de las marejadas convidadas por la vida, de las risas que se volatilizaron porque una vez que se escupen como el cava, ya no son tuyas sino del tiempo vivido. Pepe lo entiende y ronronea tranquilo, esperanzado en que las ventanas se abran y escape a otros lugares donde el viento le cruce el lomo y las patas se le mojen de lluvia. También yo espero, pacientemente, que el dolor se licue, que el calor emane de los corazones y que me queme, como antes. DIARIO Bahía de Cádiz