Te levantas para ser feliz, pero lo mismo tienes una losa encima que te ahoga. La piel se te hace escamas y solo insuflarle aire a los pulmones, ya te hace llagas. Las piernas te calambrean, los ojos te lloran y te estrellas en mitad de la calle Ancha, llorando a lágrima viva por cualquier cosa.
La depresión es una enfermedad civilizada, algo sofisticado que no podían permitirse nuestras abuelas, que congraciaban la menopausia con la finalización de ciclos, como si fueran plantas. Macetas que no tenían plantadas de geranios y sin embargo callaban, porque las hemorroides no matan.
El que se ha estrellado con cuadrilla de pasajeros, parece que respondía con laconismos al piloto y estuvo medicado y también, se cree, que presionado por la empresa.
No lo está más que por la crisis, que lo envuelve todo en papel de regalo, una amiga mía que se ha separado, partido con el nuevo novio y roto con la familia biológica, y que dice que le crecen los enanos, si se mete a empresaria de circo.
La vida, ahora mismo, está hecha una ruina y nos cuesta hasta respirar sin pedir ayudas, sacar todo adelante y nos consumimos como el rey “Escudo de roble”, en su castillo soñado. Las expectativas son muy altas, el consumismo nos atrapa y lo más simple, lo más sencillo, no es más que un eslogan a la puerta de un supermercado.
Los padres del presunto son ahora señalados, custodiados como delincuentes e incluso separados de las víctimas propiciatorias, para un depresivo con una gran arma entre las manos. Pero habría que preguntarse qué psicólogo le dio el visto bueno, cómo no hay controles para ésta y otras problemáticas, que pueden acarrear cientos de muertos y el dolor de tantas familias. Dicen los expertos en psicología que no hay quien detecte las cosas más normales de la vida, los sucesos, las eventualidades que nos rompen el alma en un momento y que son solo parches éticos o estéticos, los que nos ponen con su ciencia. No nos dejan muy tranquilos, menos supongo a la compañía aérea, que va a pagar en compensaciones, lo que quizás la lleve a la quiebra. Números y más números que en bolsa se estampan y que para nosotros, mortales de dos patas, nos convierten en eventualidades, depresiones y frustraciones, atravesadas, porque vemos nuestra vida cambiada por los demás, por el trabajo, por lo que se nos pide o por lo que nos pedimos a nosotros mismos, arrancándonos la piel a tiras y ni así quedándonos en paz.
Marionetas sin hilos, que nos movemos al ritmo que nos manda, la moda, la televisión o los idiotas que son protagonistas de nuestra vida social y que no hacen más que clavetearnos la espalda con cuchillos de triple filo y punta taimada.
Muchos son los que sucumben a todo ello, muchos los que caen en esta guerra del alma, invisibles soldados que nunca causaron bajas, más que cuando arrastran a mucha gente, cuando no tan rara vez se estrellan con un avión, en una escarpada montaña, en un río o en el mar abierto, con boca azulada.
Luego los seguros mandan, las familias lloran y entran en barrena, como el avión lleno de gente que iba a ninguna parte, por decisión arbitraria, porque alguien cerró las puertas de cabina y plegó alas.
No creo que se levantara feliz, ni que durmiera en toda la noche, ni que viera otra cosa que fantasmas, retorcimiento de sábanas y sudor frío en su cama.
Luego llegó al aeropuerto se puso a los mandos y esperó que se le pasara, pero en vez de eso, de llegar a destino, de encarar un día más de sobrevolar la agonía, cerró la puerta y se armó, no de valor, sino de fatalidad, porque no pensó en la carga humana que llevaba y enfiló, los azules, grises y malvas de la montaña, para hacerse uno con el hielo que poblaba las arrugas de su cara.
Ahora fatalmente, solo hay trozos diminutos esparcidos por las aristas quemadas y los humanos, extinguidos, son llorados, sin consuelo, como si la piel se escamara y los pulmones al respirar, te llagaran. DIARIO Bahía de Cádiz